Revista de Filosofía y Teoría Política, 2010, nº 41, p. 67-98. ISSN 2314-2553
Universidad Nacional de La Plata.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Departamento de Filosofía.

Artículo/Article

Estética y política: Consideraciones acerca de la crisis de la representación

María Verónica Galfione

Universidad Nacional de Córdoba ; SeCyT
veronicagalfione@yahoo.com.ar

Resumen
En estas páginas nos proponemos repensar un problema que ha sido constitutivo de la modernidad: el de cómo concebir la representación, tanto artística como política, en un mundo que ha dejado tras de sí toda posibilidad de representación eminente. A tales fines, analizaremos algunas de las principales perspectivas relativas a la cuestión, para considerar finalmente la interesante crítica de la representación clásica que, en notable tensión con el pensamiento de Carl Schmitt, realiza Walter Benjamin en su libro sobre el Trauerspiel

Palabras clave: Barroco; Arte; Política

Abstract
In this paper I propose to rethink a problem that has been constitutive of the modernity: how to conceive the representation, so much artistic as politics, in a world that has left behind any possibility of representation. To such purposes, I will analyze some of the principal perspectives relative to matters, in order to finally consider Walter Benjaminïs critique of the classic representation at his Trauerspiel book which is settled in notable tension with Carl Schmitt thought

Keywords: Baroque; Art; Politics


Introducción

En estas páginas nos proponemos repensar un problema que ha sido constitutivo de la modernidad: el de cómo concebir la representación, tanto artística como política, en un mundo que ha dejado tras de sí toda posibilidad de representación eminente. En principio, parecería difícil encontrar el punto en el cual el aspecto estético de esta crisis se vincula con su faceta política, ya que la crisis de la representación artística estalló acompañada de un conjunto de ideas políticas radicales, mientras que, en lo que respecta a la dimensión política, las críticas al liberalismo por su incapacidad para responder adecuadamente al problema de la representación, provinieron de sectores conservadores.[1] Sin embargo, los límites entre las posiciones radicales y conservadoras parecen haber sido menos estrictos de lo que en primera instancia se podría suponer. Así, podría pensarse en las críticas que dirigió György Lukács al parlamentarismo liberal en 1920,[2] en la propia participación de Carl Schmitt en círculos vanguardistas, pero sobre todo en la figura de Walter Benjamin, quien no solo tuvo contacto epistolar con Schmitt, sino que también usó, con un costo que sería necesario determinar, algunas de sus ideas centrales.

Pero la relación entre la posición política asumida frente al problema de la representación política y la concepción defendida en lo que respecta a las formas que el arte debía adoptar, tampoco resulta directa ni lineal. Esto es, no es posible afirmar ni que la apuesta vanguardista haya ido siempre de la mano de algún tipo de progresismo político, ni que la opción por el régimen clasicista de la representación significara la adopción de premisas políticas conservadoras. Por el contrario, en una época que ha perdido no solo las certezas trascendentes sino también el sentido mismo de la realidad, la relación entre arte y política no puede pensarse a partir de tales equivalencias tranquilizadoras.

Este carácter inasible que reviste la propia experiencia de la realidad se evidencia, por otra parte, en el hecho de que las respuestas dadas a la problemática de la representación supusieron, en general, una vuelta -en buena medida anacrónica- hacia el pasado. En este giro retrospectivo, Benjamin y Schmitt compartieron un particular interés por el mundo barroco, mientras que Lukács, al menos el Lukács de los años treinta, se detuvo en las contradicciones de un clasicismo alemán que encontraba cargado de porvenir. Así, Lukács se remitió a Lessing, Schiller y Goethe; Benjamin encontró su barroco en la figura del Trauerspiel alemán y Schmitt, limitándose en un primer momento al ámbito político, recurrió a Thomas Hobbes para considerar luego a Shakespeare como representante adecuado de esa modernidad estética aún no decadente.[3]

En estas páginas nos proponemos repensar un problema que ha sido constitutivo de la modernidad. Esto es, el de cómo es posible concebir la representación, tanto artística como política, en un mundo ya secularizado que ha dejado tras de sí la posibilidad de una representación eminente. Al respecto, nos interesaría discurrir por tres de los carriles por los que ha circulado, durante el siglo XX, la discusión sobre problema. La primera perspectiva analizada tiene sus orígenes en Carl Schmitt y en su discípulo Reinhard Koselleck. Podríamos llamarla antiburguesa o antiilustrada y determinar a Corneille como su dramaturgo emblemático.[4] La segunda línea de análisis ve en el clasicismo alemán, y puntualmente en la figura de Lessing,[5] la posibilidad de recuperar una modernidad burguesa a salvo aún de una serie de escisiones radicales. Se trata de una mirada que, con algún sesgo lukacsiano, asume que es imposible disociar reflexión estética y análisis ético-moral. La última interpretación, finalmente, es la que desarrolla Benjamin en su libro de juventud sobre el Trauespiel alemán. La misma difiere sustancialmente de las posturas citadas por múltiples motivos y, en nuestra opinión, permite vislumbrar algunos de sus principales puntos problemáticos.

La crítica conservadora del principio clasicista de la representación

Según expresa Koselleck en su polémico libro Crítica y crisis,[6] lo que caracteriza al estado absolutista del siglo XVII es el hecho de que, en el marco de la crisis de la idea de una representación eminente, logra dar una respuesta válida al problema de la representación política. Como recuerda Koselleck, durante el siglo XVII pierde vigencia el antiguo sistema medieval que otorgaba al monarca la capacidad de arrogarse el derecho a la representación directa de dios en la tierra, mientras que, por otra parte, la metáfora del cuerpo -que había atravesado toda la edad media y dotado de validez a una serie de analogías entre la esfera de la trascendencia y el mundo empírico-,[7] comienza a resultar inadecuada para sostener la identidad entre representado y representante.

Síntoma de esta crisis del modelo de representación tradicional, son por cierto las guerras de religión que atraviesan el siglo XVII. Frente a ellas, y ante el peligro del desmembramiento del cuerpo social, el naciente estado absolutista no emprenderá la restitución de un orden sustancial. Por el contrario, según Koselleck, asumirá radicalmente el proceso de secularización y no apelará a otro principio de legitimación del poder político que no sea el de la mera decisión del soberano. El estado absolutista desplazará así las cuestiones relativas a la trascendencia hacia la esfera de la interioridad y logrará tornarse intangible frente al mecanismo que permitía a los partidos religiosos rivales asegurar, sobre la base de la convicción interna, su derecho a reivindicar una obligatoriedad universal. El estado barroco
-resume Koselleck- se halla constituido según la razón, es decir, es un estado que, postulando la racionalidad de la mera forma de la legalidad -y no la del contenido de las leyes, como pretenderá luego la ilustración- es capaz de responder a las necesidades de hombres que actúan generalmente contra toda razón.

Pero si el absolutismo del siglo XVII asume que "El estado en tanto magnitud política, no puede hacerse inteligible para el súbdito", la ilustración, incapaz de "percibir ya lo que posee evidencia en el horizonte de la finitud humana", "salta[rá] por encima de la aporía de lo político,"[8] descubriendo en lo político ya no un destino, sino más bien una fuerza de determinación heterónoma que deberá ser superada. El punto de inflexión entre esta concepción política y el naciente mundo burgués lo descubre Nagel en La flauta mágica de Mozart. En la fractura que atraviesa la obra, puede descubrirse la fugaz y polémica convivencia de dos momentos históricos, dos doctrinas del estado, dos ontologías y, finalmente, dos estéticas diferentes.

El primer acto concluye, según señala el autor, como una ópera de gracia. Siguiendo los pasos de Monteverdi, Mozart hace de la Ira de Sarastro y de la Supplicatione de los conjurados, las fuentes de la forma de la obra. La tensión en que, lejos de la atmosférica pretensión de la segunda parte, se articulan aquí la voz suplicante del súbdito y la amenazante del soberano da cuenta, según Nagel, de un mundo que, aún conocedor de los peligros que acarreaba la guerra civil, es tan consciente de la perversidad del soberano como de su necesidad. Pues, si la represalia engendra represalia, el soberano, con su renuncia a ejercer la venganza sobre los conjurados, quiebra, como por un milagro, el infinito encadenamiento de actos de violencia a los que daba lugar la lucha civil entre las partes.

Como lo pone en evidencia paradigmáticamente Cinna de Corneille -escrita poco después de las masacres religiosas y en medio de las conspiraciones de la nobleza-, con el acto de gracia, el príncipe pone fin a la guerra civil. "Luego de esta acción -señala Livia en la tragedia Cinna- usted no tiene nada que temer: De ahora en más soportaremos el yugo sin quejarnos."[9] A diferencia de lo que sucederá en el mundo ilustrado, la clemencia de Augusto no es manifestación de un carácter compasivo y bondadoso. Ella, en tanto libre autorrestricción del monarca, es prueba de su poder ilimitado, y descansa por lo tanto en la mera decisión del soberano. La gracia remite a lo excesivo de un poder que le permite romper la compulsiva tendencia a exterminar a cada uno de sus enemigos,[10] para poder en cambio gobernarlos. Puesto que, si bien el cometido del soberano no es ya conservar un orden natural dado, la justicia no se ha transformado aún en un concepto ligado al deber del estado de garantizar la felicidad de los ciudadanos. A diferencia del carácter productivo que, sobre la base de la idea de progreso, adquirirá el poder en el mundo ilustrado,[11] la justicia se identifica por el momento con la forma de la ley, forma que hace posible la conservación de este mundo hasta el momento en que finalmente sea juzgado por dios.

En la segunda parte de la obra de Mozart, estos elementos desaparecen. Es como si, de repente, todo lo sufrido y hecho por el pueblo en la guerra de todos contra todos se hubiese olvidado y con estos recuerdos se hubiese esfumado también el fundamento del poder del soberano. Así, la "reina resplandeciente de estrellas", que desesperada había encomendado el rescate de su hija, se presenta como un demonio poderoso que ha seducido al inocente Tamino. Éste, por su parte, no suplica ya, como en el primer acto, la clemencia de Sarastro. Junto a Pamina, ha descubierto la dignidad de la verdad y ha transformado al hacerlo la autoridad del monarca en tiranía. Pero también Sarastro se presenta ahora bajo una nueva figura. Si antes había jurado matar a Tamino, es ahora un bondadoso sacerdote que mansamente es capaz de perdonar a los rebeldes. Su perdón, en este caso, lejos está de consolidar su dominio, para dar lugar, en cambio, a una comunidad ideal entre iguales. De esta forma, el mundo de Mozart adquiere, en el segundo acto, una apariencia alegre y despreocupada. Libre de toda fatalidad, es el escenario adecuado para que, en el juicio que entabla contra la historia, triunfe finalmente la moralidad. Y así, a la par que liberada de amenazas, la historia se descubre como un espacio disponible para que se manifieste la verdad, la desmesurada figura del soberano comienza a resultar, tanto en el teatro como en la vida, tanto en el colmo de la ira como en el sosiego de la piedad, excesiva e irreal.

La búsqueda ilustrada de la exclusión de la arbitrariedad de uno frente a la sumisión de todos dará lugar a la aparición de la forma dramática. A salvo de la gran fractura entre la amenaza y la súplica que caracterizaba al género serio, el drama es siempre Spiel, es decir, un diálogo o un juego entre iguales. En él no tiene cabida ni la fe en dios, ni la libertad del soberano, ni el gran lamento del súbdito. Estos elementos desgarrarían la estructura inmanente del drama, como lo haría también cualquier figura que no pudiera probar su autenticidad. Por ello, son desterradas de él, junto con aquellas voces enfrentadas del género serio, las actitudes enardecidas de los personajes barrocos, para imponerse en su lugar, tanto la necesidad de crear una atmósfera musical como la de garantizar la verosimilitud de los personajes. Consecuentemente, aparece en las obras de Mozart una psicología sin precedentes que trabaja detenidamente flexibilizando los caracteres y modulando el cambiante juego de fuerzas encontradas entre el personaje y la situación. De este modo, los cambios de ánimo se tornan convincentes para un público ilustrado que ha olvidado el fundamento político-ontológico del excesivo porte del monarca. Pues, sepultado el recuerdo de la crisis, solo en tanto personaje ficticio puede el soberano reclamar su ingreso a la ópera. Pero deshecho el mito, debe garantizarse ahora, mediante una estudiada psicología, la credibilidad de este personaje ciertamente ocioso ante un auditorio también desencantado.

Aparece así tanto en el arte como en la vida política de Europa, la imagen del buen rey. Su figura, que comenzó a ser adulada por los artistas en virtud de sus funciones no definitorias, paulatinamente resultó prescindible hasta ser abolida con la Revolución Francesa. En la segunda parte de La flauta mágica, la imagen del monarca es solapada por la del padre bondadoso. Al finalizar la obra, Sarastro renuncia al trono explicitando que, desde el segundo acto, ya nadie ocupa el lugar del soberano. De hecho, si Sarastro perdona a los conjurados, no da muestras con ello de su poder ilimitado, pues su clemencia no funda un nuevo derecho olvidando pasadas injusticias. Sarastro perdona en virtud del derecho de un estado preexistente y superior: la humanidad. De esta forma, se invierten completamente los términos de la ópera de gracia. El tema de la obra no es ya la conspiración contra la soberanía. Frente al derecho que asiste a la Humanidad entera, la soberanía misma se ha tornado una conjura mientras que la política ha devenido un exceso frente al apacible trato que se prodigan los hombres al amparo del prudente Sarastro. Su reino no reconoce enemigo alguno y su derecho no admite, por ende, una toma de partido. En tanto derecho universal encarna, frente a lo particular, el bien, la sabiduría y la virtud.

Pero en rigor no es posible afirmar que los conjurados sean realmente perdonados. Son ellos mismos los que garantizan su salvación al renunciar, por la veracidad de su vida, a toda posible argucia individual. En el punto extremo del peligro, ellos prefieren la muerte al reconocimiento del espurio poder de la autoridad. En este desarme voluntario del sujeto, en esta renuncia a toda astucia y a todo disfraz -recurso habitual de la salvación teatral- Pamina y Tamino conquistan su identidad y autoconciencia, y tornan irrelevante, por otra parte, el perdón del soberano. En un solo movimiento, la apelación del individuo a la verdad desnuda hace del monarca un tirano y legitima el carácter imparcial de quien no lo reconoce como tal.

Pero si en La flauta mágica este sacrificio no se ha transformado aún en una condena radical de todo lo real, es por el simple hecho de que los personajes enfrentan todavía el autoritario poder de un soberano.[12] En su desarrollo posterior, ni el drama ni la ópera lograrán alcanzar la reconciliación ideal que aquí se consuma. La autonomía del individuo crecerá hasta el punto de tomar la forma de "un juicio final sobre lo real, cuyo demandante y juez será el sujeto",[13] y el Spiel acabará finalmente en Tragedia. La felicidad terrena se convertirá en la ley de esta comunidad entre iguales, pero solo podrá obtenerse tras un arduo proceso de automortificación cuya forma emblemática se presentará en la literatura romántica. La trágica oposición romántica entre el individuo genial y la hostilidad del mundo prosaico, llevará, en aras de un ideal abstracto de autonomía, a la soledad sufriente del alma bella o, en otro extremo, a la furia negadora del terrorismo.[14]

Estrategias de reconciliación
Phrónesis y representación

Pero antes de que el Spiel acabe en Tragedia, algunos autores han creído hallar claros intentos por restituir un diálogo entre el individuo y la sociedad. Según advierte Villacañas,[15] Lessing lograría dar forma a un arte de dimensiones humanas y pensar en sus escritos teóricos un modo de representación estética acorde con un mundo no permeado ya por una dimensión trascendente. En sus obras, la felicidad no se corporiza ya de manera exuberante. Amenazante, aparece en ellas, por el contrario, la figura de un estado que ha dejado de ser capaz de reclamar para sí el respaldo de lo absoluto. En este sentido, el mundo se presenta escindido y la felicidad como un bien que ha llegado a ser escaso y vacilante. Pero Lessing no procura recrear en el sujeto un lugar de trascendencia. Sus dramas representan, por el contrario, una impugnación radical de todo pathos subjetivista. Remitiéndonos a un ámbito común -ni individual ni institucional-, Lessing pone a prueba diversas estrategias de reconciliación con la finitud, que permiten tanto inmunizar la capacidad seductora del poder como conjurar las tentativas revolucionarias o automortificantes a las que da lugar una subjetividad desmesurada. Fiel servidor de la providencia, el Spiel dramático de Lessing es, para Villacañas, una escuela burguesa de prudencia. Señalando los insuperables límites de lo humano, conspira tanto contra el mal propio del optimismo, como contra aquel que es promovido por el pesimismo. Surgidos de idéntica intolerancia con respecto a nuestra propia finitud, optimismo y pesimismo son, según muestra el teatro de Lessing, las fuentes del dolor generado por el juego social.

La distancia de Lessing con respecto a todo ámbito de trascendencia puede observarse ya en su versión de la definición aristotélica de la tragedia. La tragedia -señala- es un poema que provoca compasión.[16] Tanto la forma de abordar el arte que supone la definición propuesta por Lessing, como las características que asumirá una obra cuya esencia consista en provocar compasión, sitúan a Lessing en una posición polémica con respecto a la tradición artística que había imperado en Europa durante el siglo XVII. Según lo entiende Villacañas, al confiarle a la tragedia la finalidad de ensanchar nuestra capacidad para sentir compasión, Lessing se hace eco, frente al carácter aristocratizante del drama barroco, de los impulsos democratizadores propios del emergente mundo burgués. En este punto, Lessing continúa el combate ilustrado contra la tragedia del barroco alemán pero introduciendo, no obstante, una diferencia sustancial. En sus comienzos, el ideal de un arte con efectos educativos había sido acompañado por un profundo recelo con respecto al goce estético. Ilustrados como Gottsched habían concebido el arte como un medio de adoctrinamiento moral, tendiendo a limitarse, por ende, al examen de la adecuación a las reglas y a dejar de lado el estudio de los efectos sobre los espectadores.[17] Con el tiempo, semejante intelectualización del arte fue matizada y subrayada, en contrapartida, la importancia de la conmoción. La poética de Lessing, si bien no abandona la preocupación por el carácter ético del arte, lo concibe ya en términos de un mejoramiento de las costumbres de los ciudadanos. Por eso mismo, frente a la mera ilustración teórica, apela al efecto catártico y a las emociones del espectador. La defensa de la compasión ante el infortunio de un extraño, como mecanismo de mejoramiento moral, constituye el núcleo de su disputa con la tradición ilustrada alemana. En virtud del carácter no meramente intelectual de la naturaleza humana, los sentimientos compasivos ante un semejante producen, según lo entiende Lessing, una conmoción ética más intensa que la mera ejemplificación ilustrativa de un principio moral de carácter universal.[18]

Pero en su versión de la estética aristotélica, Lessing no nos dice simplemente que la compasión sea el efecto de la obra. Afirma además que tal efecto constituye el núcleo mismo de la tragedia, de tal manera que las leyes de la forma de la obra se corresponden con aquellas leyes según las cuales se alcanza tal efecto trágico en el espectador. La perspectiva de Lessing se inscribe en lo que posteriormente ha sido llamado estética de los efectos.[19] Se trata de un abordaje que privilegia la consideración de los aspectos psicológico-efectistas por sobre el análisis objetivo del arte, y que extrae de tal consideración (relativa a los efectos sobre los espectadores) conclusiones referidas a la configuración interna de la obra. De manera tal que, abordada desde la perspectiva de los efectos, la obra dramática deberá adecuarse a una serie de indicaciones formales.

El énfasis puesto en la compasión excluye, en primer lugar, la apelación a la admiración como sentimiento trágico. La expulsión de la admiración del universo dramático tiene al menos dos dimensiones que es preciso analizar. Por admiración puede entenderse tanto el sentimiento que despiertan en el espectador las cualidades morales de los personajes, como la sorpresa que ocasionan sucesos que no pueden conectarse naturalmente con los precedentes. La búsqueda de la admiración, en su primera acepción,[20] nos conduciría al teatro ilustrado promovido por Gottsched, y es defendida también por los amigos de Lessing, Mendelssohn y Nicolai.[21] Lessing rechaza en este punto la admiración porque considera que una acción heroica solo puede incitar a la emulación de ese caso en particular, pero es incapaz de formar un carácter moral. Antes que detenerse en casos excepcionales de virtud, y promover la mera imitación de los mismos, la tragedia debería, según Lessing, dar forma a personajes de cualidades medias con los cuales podamos identificarnos. Al despertar sentimientos compasivos ante el destino de un semejante, las obras trágicas contribuyen a purificar nuestra compasión y a hacer de ella, ya no una mera pasión, sino más bien una virtud práctica y general. La admiración, por el contrario, genera distancia entre el personaje y el espectador, y obstaculiza por lo tanto la identificación con el sufrimiento ajeno. Advirtiendo que tal afecto solo contribuye a potenciar la tendencia natural del vulgo a admirar a los poderosos, Lessing propone desterrar esta pasión de la escena dramática.

La tragedia, tradicionalmente asociada a personajes míticos o elevados, se transfigura en Lessing para dar cabida a lo puramente humano. Los personajes que suben ahora a la escena no son ni peores ni mejores que nosotros. La finitud es la marca distintiva de estos nuevos burgueses devenidos personajes dramáticos. No son demasiado malvados, puesto que de serlos se ganarían su infortunio y no podríamos sentir ninguna compasión por ellos. La desgracia que les sobreviene es necesariamente injusta pero no se encuentran tampoco por encima de ella: no son ejemplos, como pretendía la tragedia de mártires, de apatía consumada. Por el contrario, sufren acongojadamente y despiertan por ello nuestra compasión.[22] Si, por el contrario, fueran demasiado virtuosos, se violaría doblemente un principio que Lessing considera irrenunciable si la tragedia quiere contribuir a que nuestras pasiones muten en disposiciones virtuosas. En este punto, rozamos la segunda acepción de la admiración, aquella que, según Lessing, debe ser excluida no solo de la acción dramática sino también de la literatura en general: el asombro ante lo monstruoso, ante lo fantástico o lo maravilloso, ante todo lo que no puede resultar verosímil dentro del orden que establece la obra de arte. Nos enfrentamos al elemento que tornará inconciliables el naciente mundo burgués y el universo barroco.

Si una obra dramática debe suscitar compasión, resulta necesario que se produzca la identificación del espectador con los personajes de la escena. Para ello, observa Lessing, todo en la obra debe resultar perfectamente verosímil o natural. Semejante afirmación conlleva, antes que nada, la impugnación de la ampulosidad propia del drama barroco y la expulsión de los juegos de apariencias, pero también supone la supresión de los sucesos fantásticos y la sujeción del completo desarrollo de la obra al principio de razón suficiente. Todo lo que ocurre en la escena debe ser ahora explicable en estrictos términos de causas y efectos. Las acciones deben estar todas ellas perfectamente motivadas por el carácter de los personajes de manera tal que resulte imposible, por ejemplo, que un personaje realice acciones que nos provoquen asombro o que quede atrapado por un destino completamente impersonal.

El proyecto de drama burgués que presenta Lessing debe contar, entonces, con héroes sensibles ante el infortunio, si quiere excitar en el espectador el sentimiento de compasión. Pero a tal efecto debe garantizar también una unidad interna entre los acontecimientos. "En el teatro -señala Lessing-, no debemos aprender lo que ha hecho este o aquel hombre en especial, sino lo que cualquier hombre de un carácter determinado, bajo determinadas condiciones dadas, hará."[23] Sin semejante conexión interna, la autoilustración del espectador no llegaría jamás a producirse, puesto que permanecería oculto el motivo de la tragedia del héroe o, lo que es peor, ésta se presentaría como obra de un destino impersonal. Por el contrario, los personajes del drama de Lessing, ni demasiado buenos ni demasiado malos, fallan porque carecen de una interpretación correcta de la situación en la que se encuentran. Solo así entendida la amartía (y no en términos de una corrupción de la voluntad humana), el mejoramiento moral puede ir de la mano del proceso reflexivo que supone la comprensión de la conexión interna del drama: "La producción de phrónesis y la superación de los déficit de conocimiento, en lo que anida la culpa y el mal, son -como señala Villacañas- procesos paralelos."[24]

Geschichte y representación

Como puede observarse, tanto el telos de un mejoramiento de las costumbres por medio de la compasión, como la articulación interna de la obra en términos de verosimilitud, dan cuenta de la ruptura que es posible establecer entre la obra de Lessing y el universo conceptual barroco. A diferencia del mundo barroco, donde la cuestión crucial es la salvación o la condena del alma por la que luchan el cielo y el infierno, la acción del drama burgués gira en torno de conflictos puramente humanos. En tanto el tema terrenal no es solo una fase o una alegoría de la discordia eterna entre Dios y Satán, la resolución de la obra se plantea en términos estrictamente naturales, debiéndose descartar, por ende, la habitual apelación del teatro barroco al deus ex machina o los coup de théâtre.[25]

Pero la apelación de Lessing a la verosimilitud supone, no obstante, antes que la declinación del artificio en favor de la naturalidad, una modificación radical en cuanto al modo mismo en que empieza a ser concebida la propia realidad. Como detalladamente ha mostrado Koselleck,[26] a mediados del siglo XVIII y en el marco de un proceso que conducirá a la formación de las diversas filosofías de la historia, la

historia comienza a ser pensada en términos pragmáticos o, lo que es lo mismo, como una sucesión de hechos regidos por estrictas conexiones internas. La novedad que tales transformaciones implicaban puede advertirse si se coteja esta atribución a la historia de una lógica interna, con la importancia que adquirieron, durante el período barroco, las antiguas crónicas medievales. Si anteriormente fueron utilizadas para registrar los sucesos de la historia profana, la centralidad de las mismas en el barroco da cuenta de la imposibilidad de establecer, en ausencia de toda expectativa de salvación, algún tipo de relación interna entre los acontecimientos. Así, las fuerzas de destrucción azotan en el mundo periódicamente, pero es tan imposible atribuirlas a una intencionalidad humana como pretender que las pasiones muten en disposiciones virtuosas en el futuro. Cabe solo registrar la concatenación objetiva de acontecimientos terribles y apelar, en última instancia, a la apatía.

Por el contrario, las causas de la tragedia han sido identificadas e interiorizadas en las obras de Lessing. Pero si la representación artística resulta ahora completamente verosímil, no es porque toda acción natural halle su causa en el carácter de quienes las ejecutan y porque la realidad misma excluya todo lo meramente episódico o accidental. Ocurre más bien que una estructura narrativa similar a la del teatro ha sido proyectada sobre la propia historia, dotando a los sucesos casuales de un orden interno, y eliminando de ellos todo potencial de exceso y de sorpresa.[27] El destino, que antiguamente irrumpía desde fuera, ha comenzado ahora a ser interiorizado, y esto ha dado lugar tanto al ideal de la obra de arte como microcosmos, como al de la historia como relato sin azar.

La perspectiva de Lessing, en lo que respecta a la idea de una educación del género humano, forma parte de este nuevo universo conceptual. La misma no supone aún la esperanza en un futuro completamente despejado para la acción humana,[28] pero sí la confianza en la estricta racionalidad del mundo. Es más: frente a las posibles dudas que pudiera generar la experiencia, el teatro mismo asume la tarea de reafirmar la existencia de una Teodicea y lo hace exclusivamente en función del ideal de la verosimilitud. Y es que si, como pretendía la tragedia barroca de mártires, seres infinitamente puros fuesen condenados al infortunio, no solo quedaría puesta en cuestión la consistencia de la obra, sino también nuestro sentimiento moral. Si los personajes de la tragedia fueran demasiado buenos, había señalado Lessing, la compasión se convertiría en horror y repugnancia, y no se produciría ya el esperado efecto moral. En ese caso, como sucede siempre que los hombres creen ver el efecto del azar en la realidad, colmados de impaciencia y desesperación, se verían tentados por el fanatismo[29] y caerían en el error. La esperanza en la racionalidad de la historia, la confianza en que finalmente los resultados se corresponderán con nuestras acciones, resulta necesaria entonces para sostener el proyecto mismo de una reforma de las costumbres, y la obra de arte, como "pequeño cosmos", opera en este sentido como antídoto contra la desesperación y su corolario, el fanatismo.

Exceso y representación

A partir de lo expuesto, se torna evidente que el sentimiento placentero que se experimenta ante una obra de arte solo es posible si en la representación no ingresan elementos que pongan en peligro el orden interno de la misma. Si el estricto principio de razón suficiente se quebrantase, y seres infinitamente puros fuesen injustamente castigados, la compasión se convertiría en mero horror y el placer estético resultaría imposible. En este sentido, la obra de arte debe tener, para ser auténtica, su propio logos interno y excluir, por tanto, toda intervención que no sea motivada por la acción que la articula. Sin embargo, es juntamente en esta capacidad de cerrarse sobre sí misma que tiene el arte, donde radica todo su potencial ético. El orden inmanente que rige en las verdaderas producciones del espíritu confirma nuestra fe en la teodicea y hace posible así el proyecto de una mejora moral.

Ahora bien; aun cuando a partir de esta apreciación no deba inferirse que Lessing subordine la forma artística a los imperativos morales -puesto que la obra cumple con éstos justamente en función de su coherencia interna-, desde otras perspectivas de análisis, el imperativo clasicista de la racionalidad ha sido cuestionado por imponer límites demasiado ajustados a la representación artística. En primera instancia, ha llegado a afirmarse que, en la medida en que el placer estético se sostiene en el carácter necesario de la conexión de los sucesos, se establece en la representación clásica una gradación que va desde aquel efecto logrado en el espectador por medios escénicos hasta aquel que prescinde totalmente de la visión.[30] De esta gradación hablan los recelos de Lessing con respecto a la poesía descriptiva. La poesía debe limitarse a la representación de aquellos objetos que se adecúen al carácter temporal de los signos que utiliza. A diferencia de la pintura, que emplea signos extensos, no puede representar cuerpos sino por medio de sus secuelas en las acciones de los personajes.[31] La psicologización de la obra que promueve la teoría dramática de Lessing opera, por ello, en el sentido inverso a la tendencia barroca a mezclar el placer específico del género trágico con otros placeres o, incluso más, a decretar la victoria de la opsis sobre la poesía en el propio ámbito del drama. En su punto de máximo desarrollo, podríamos aventurar, un teatro que ha interiorizado completamente el destino conduciría, en última instancia, al drama como poesía pura. De hecho, es poco lo que efectivamente se ve en los dramas de Lessing. Eliminado ese potencial de exceso y de sorpresa que distingue a toda historia, lo meramente episódico es desterrado del escenario. El placer del juego y la apariencia que posibilitaba un teatro como el barroco es suplantado por el puro placer intelectual ante el desarrollo lógico de una trama estrictamente psicológica. Puesto que si, en el drama burgués, la contemplación de sucesos terribles genera placer no es nunca por lo que nuestros ojos ven en la obra misma sino porque descubrimos en ella ese equilibrio interno entre las partes que confirma el oculto designio de la providencia.

Pero del principio de la verosimilitud no solo se sigue la posible desmaterialización de la representación estética. Por el contrario, también es posible encontrar importantes fisuras en aquel frágil equilibrio entre autonomía y prudencia que, según Villacañas, encarnaban los dramas de Lessing. Hay en éstos algunos elementos dispares que anuncian un exceso que amenaza con desbaratar la forma y que debe entonces ser proscripto u ocultado. No todo resulta integrable en ese espacio de sociabilidad que sostiene el Spiel. Pues, así como en las artes plásticas Lessing ordenaba a la tristeza que mantuviera su boca bien cerrada,[32] al desplazar la visibilidad de las artes temporales, expulsa también de éstas la dimensión corporal y criatural del hombre y, con ella, su faceta polémica y sufriente. Pues, ¿qué representa la boca abierta si no la acechante finitud que podría sustituir la forma humana del rostro con lo informe de la mancha o el hueco, o desgarrar con sus pasiones desbocadas el amable diálogo ilustrado?

Como lo demostrarán los posteriores avatares de la historia del arte, esa visibilidad expulsada no cesará de pugnar, transfigurada, por ser integrada nuevamente al ámbito de la representación. Pero al hacerlo, pondrá de manifiesto ese exceso que, desconocido o negado por el clasicismo, retorna para impugnar su vacía formalidad. La boca abierta, al igual que el oscuro fondo sobre el que, veladamente, se recorta el Spiel, amenazarán entonces con desgarrar el velo de las palabras y acciones humanizadas por el logos, como si remontasen a la superficie de los cuerpos todas las tinieblas ya apaciguadas y, más aún, el vacío alrededor del cual la plasticidad viviente de la forma se constituye.[33]

Pero no solo en el ámbito estrictamente artístico, la representación clasicista languidece a causa de su propia vacuidad para ser arrasada o desplazada más tarde por el rostro demoníaco que adquiere esa naturaleza humana cercenada. Desde la perspectiva de Koselleck, la boca abierta será solo la figura visible de esa crisis, la cual cobra mayor virulencia en la medida en que es ocultada por el discurso crítico ilustrado.[34] En este sentido, el inmanentismo de Lessing -quien ya había admitido su fidelidad a la única filosofía posible, la de Spinoza-, con su carga de intelectualismo, con su afán de transparencia ilimitada, no es capaz de dar una respuesta ni estética ni política al problema de la representación. De hecho, el novedoso principio estético que es defendido en La Dramaturgia, la verosimilitud, opera de manera análoga a como lo hace la crítica ilustrada en el plano político. La verosimilitud puede tornar visible la impostura de las ampulosas figuras del barroco pero nunca recrear un espacio propio para un goce verdaderamente estético, del mismo modo que la sociabilidad burguesa, que en la escena teatral se representa (y de la cual el escenario mismo, en su independencia con respecto al mundo, es ya un adelanto temporal), es capaz de neutralizar la capacidad seductora del poder, pero ya no de volver a llenar ese lugar vacío que ha dejado el soberano.

Lo que ha desaparecido, en ambos casos, es aquella antropología negativa, que hacía del hombre un pecador y un conspirador innato y que tornaba necesaria, por ende, tanto la figura de Cristo como la del soberano. Semejante antropología será desplazada, a mediados del siglo XVIII, con el surgimiento del mundo burgués y su ilimitada confianza en el poder de la razón. Pero junto a ella, se esfumará también, según el análisis de Koselleck, la inigualable capacidad del siglo XVII para conjugar mito y razón, cuerpo y espíritu, pueblo y soberano, la fuerza arrolladora de esa complexio oppositorum universal que rige el mundo del barroco. Puesto que, siendo la compulsiva tendencia al exterminio en la guerra de todos contra todos, la que hace necesaria la desmesurada figura del soberano, no es lícito para el Barroco disipar completamente el sordo murmullo de la crisis. Visible por detrás del fastuoso decorado de la corte, ella está allí para recordar la necesidad de un soberano que garantice la continuidad del tiempo hasta que llegue el día del juicio final.[35]

Los límites de la representación
El barroco

El análisis crítico de la ilustración que realizan Nagel y Koselleck podría ser inscripto en el marco de la progresiva revalorización del barroco, que se ha producido desde comienzos del siglo XX.[36] En contraposición con aquellas lecturas que habían hecho de él un momento de decadencia y oscuridad, en las últimas décadas se lo ha comenzado a ver como la clausura de un paradigma milenario de pensamiento. Este paradigma asumía la preexistencia de un orden cósmico presidido por dios, en cuyo interior podían ser articulados, en virtud de sus analogías, los elementos más disímiles y alejados. Sobre la base de tal soporte ontoteológico, que garantizaba la correspondencia entre las semejanzas observables y los nexos ocultos de objetos remotos, operaba la alegoría en tanto estrategia interpretativa privilegiada. Esta permitía no solo vincular la dimensión trascendente con el mundo sensible -y hacer del monarca, por ejemplo, una figura de Dios- sino también conciliar las formas heredadas de la tradición con las nuevas corrientes del pensamiento (y concebir así a cada aparición del antiguo testamento como una figura de los evangelios o encontrar la correspondencia entre pasajes de estos últimos y obras de autores paganos).[37]

A partir del barroco, la infinita cadena de analogías que ligaba cada elemento del cosmos con su espejo en una escala superior, y su reflejo en un orden inferior -para lo cual la figura del cuerpo resulta paradigmática- comenzará a trastocarse.[38] El barroco será el tiempo de las semejanzas, pero de semejanzas que, simulando falsas analogías, devienen imposturas. De allí el trompe-l´oeil, los sueños, las visiones, el juego permanente del teatro que se desdobla dentro del teatro y, sobre todo, la extremada desconfianza en los sentidos. Desconfianza que, como aquella que provocara en los filósofos el uso de metáforas, no dejó de tener también un fuerte sesgo político. Puesto que ¿no era sino el uso de metáforas indecentes y almibaradas que hacían por entonces los predicadores, la causa última de los desórdenes políticos del presente?[39] O, para decirlo con Hobbes, ¿no era a fin de cuentas la falta de un uso unívoco del lenguaje, el motivo determinante de la guerra de todos contra todos? El barroco presenciaba la vertiginosa separación entre las palabras y las cosas, e incluso llegaba a imputar al uso de metáforas desprovistas de toda garantía ontológica, que hacían los sectarios religiosos, la responsabilidad de las incesantes convulsiones sociales que desgarraban los estados. En este contexto, fue el monarca absolutista quien recibió a su cargo las tareas tanto de detener el infinito encadenamientos de actos de violencia, como de contener la catarata de alegorías determinando el uso válido de las palabras.

En este sentido, la obra misma de Corneille puede ser vista como respuesta al papel destructor que desempeña la retórica en los asuntos políticos. Así la interpreta al menos Nagel, siguiendo la reconstrucción de los orígenes del estado moderno que realiza Koselleck en Crítica y Crisis. Desde una postura contraria a toda lectura estetizante de la obra de arte, Nagel evidencia que aquello que da vida, sobre el escenario, al fastuoso decorado de la corte y al desmesurado porte del monarca, no es su intrínseca verosimilitud ni su calidad estrictamente estética. Lo que posibilita la representación es aquel mismo pesimismo antropológico que había vuelto necesaria la figura de Cristo y la del soberano. Con todo su artificio, y pese a su falta total de verosimilitud, la obra de arte está allí para recordar el papel destructor que desempeñan la retórica y la apelación a las convicciones morales en los asuntos políticos.

Mas, si uno asume el diagnóstico de Nagel acerca del valor político de la obra de Corneille -sostén del nuevo modelo de representación que postulaba el absolutismo- sería posible preguntar, entonces, cómo es posible que la misma haya sido criticada y progresivamente desplazada por la de Racine durante el reinado de Luis XIV. Contribuye a reforzar las dudas acerca de la interpretación de Nagel, el hecho de que las acusaciones que se le dirigieron a la obra de Corneille -al Cid, para ser más exactos- sorprendentemente concernían a su no sujeción al principio de verosimilitud. Y es posible encontrar aún más paradojas si se toma en consideración, además, el papel desbarroquizardor que cumplió el clasicismo de la Academia Francesa desde mediados del siglo XVII.

En efecto, si bien la pompa barroca siguió siendo requerida para representar las figuras de la realeza, es posible descubrir cómo son desplazados una serie de elementos barrocos que resultaban ya inadecuados para cumplir la función política que les era asignada. Así, desaparece paulatinamente de la escena el notable énfasis barroco en la dimensión criatural y con ellos el carácter episódico de la representación teatral.[40] La idea de verosimilitud, con su tendencia a designar ambiguamente cuestiones referidas tanto a la legibilidad y coherencia de la narración como también al decoro, fue justamente la encargada de llevar adelante este proceso contra las indecorosas obras heredadas del pasado. Solo así, instruida por el principio de la verosimilitud, pudo la pompa barroca ser incorporada finalmente en el clasicismo francés y cumplir, al servicio del absolutismo, una función estrictamente política. Cuáles fueron los elementos que quedaron desplazados, a partir de la introducción de los preceptos académicos, es algo que podemos precisar, según creemos, si seguimos la lectura que, en polémica con Schmitt, hace Benjamin en el Origen del drama barroco alemán.

El método

Según lo expresa el propio Benjamin, el análisis del barroco que él realiza no tiene por objeto determinar el concepto general de un estilo cuyos caracteres pudiesen rastrearse a través de los diversos casos particulares. Por el contrario, Benjamin se remitirá, durante su investigación, a las manifestaciones marginales y extremas del barroco. Como señala en Dirección única con respecto a los niños, en los productos residuales el intérprete puede reconocer el rostro preciso que el mundo de los objetos le vuelve solo a él.[41] El intérprete no encuentra en ellos una imagen objetiva del pasado que le permita reconstruir la apariencia exacta de las obras que investiga. Tampoco accede, por cierto, a una imagen de conjunto. Como los niños, él utiliza los desechos "para relacionar entre sí, de manera nueva y caprichosa, materiales de muy diverso tipo".[42] Se trata entonces de una mirada que renuncia, desde el comienzo, a la ilusión de la objetividad, para acceder al pasado de manera disruptiva o anacrónica, explotando, como lo hace la cita, las afinidades que se desprenden de la concatenación de elementos disímiles. Solo así, advierte Benjamin, es posible interrumpir esa lectura lineal que, inscribiendo al barroco en un continuum temporal, hace de él el período histórico decadentista que se interpone entre el renacimiento y el futuro clasicismo.

A diferencia del historiador historicista, que reúne la masa de hechos en una simultaneidad ideal y postula, mediante este procedimiento, una imagen "eterna" y global de ese pasado, el intérprete benjaminiano busca leer en el pasado lo que nunca fue escrito en él.[43] Ya que lo escrito se corresponde con aquello que, haciendo del pasado un anticipo del presente, y borrando así todas las tensiones que en él alguna vez anidaron, han fijado allí los vencedores. Frente a esta imagen cosificada del pasado que presenta el historicista, y que hace del barroco un mero estilo exagerado, Benjamin procura descubrir un pasado que, en su interpenetración con el presente, proyecte sobre éste sus esperanzas mesiánicas. En sus manos, entonces, el barroco perderá la forma de un concepto cerrado o acabado, para remitirnos a ese fragmento que, a la luz del presente, se revela significativo. Como es sabido, Benjamin encontrará en el Trauerspiel alemán los elementos que le permitirán construir una imagen del barroco diversa respecto de a aquella que, sobre la base de las obras canónicas, había construido la tradición. Barroco será la palabra que nombre esa tensión temporal que, bajo el estuco y la maestría del artista, queda oculta en aquellas obras a las que convencionalmente dicho concepto ha pretendido remitir: nos referimos fundamentalmente al teatro de Calderón.

El Trauerspiel

Como decíamos antes, progresivamente, durante el barroco, deja de tener vigencia la idea de que la propia realidad guarda en sus profundidades sentidos ocultos, y las palabras o las imágenes, por ende, dejan de concebirse como sombras de las cosas o recuerdos de un arquetipo. La pirámide ontoteológica que otorgaba validez al emblemático Omnis in unum de Tesauro ha comenzado a derrumbarse y a opacarse aquella tradición que dotaba de contenido a las figuras alegóricas del pasado. De allí que el establecimiento de analogías en virtud de las semejanzas superficiales de las cosas desemboque en una alegoresis que amenaza con proyectarse al infinito. Puesto que, al igual que en ausencia de una escatología que le otorgue sentido, la historia profana se desmiembra en episodios, así también, sin un centro que los sostenga, las semejanzas y los juegos alegóricos incesantemente proliferan.

Pero si en el marco de esta merma de toda escatología, el barroco español se caracteriza por su pretensión de restituir un orden totalizador, el Trauerspiel alemán se identifica por mantener la disgregación de sus partes y el aspecto fragmentario del conjunto. A las obras alemanas les falta el acabado que exhibe el teatro de origen español. A diferencia de éste, que por medio de la reflexión reúne finalmente los elementos dispersos de la obra, en el Trauerspiel alemán la fachada es incapaz de redondear una figura o de plasmar en las obras una forma unitaria. Lejos de fingir un cierre que no se encuentra a su disposición, los dramaturgos alemanes acumulan fragmentos sin un propósito definido, como si estuviesen "a la espera permanente de un milagro." [44] Deshilachadas y toscas, las obras del teatro alemán no simulan ser expresión de un sentido espiritual. Por el contrario, ostentan en su rigidez y fragmentariedad, tanto los rastros de su propia factura[45] como su ineficacia para configurar el material que le proporciona la historia. Ellas adquieren, según la interpretación de Benjamin, un aspecto inexpresivo.

Ahora bien; si es posible ponderar la resistencia a disipar de las obras el luto por medio de la intencionalidad -esto es, por medio de ese acabado que otorga el recurso de la reflexión- es a causa, en última instancia, de la tenaz fidelidad con la que el Trauerspiel se entrega al mundo de los objetos. Tal conclusión se sigue del hecho de que aquella incesante proliferación de alegorías, que Benjamin identificaba como rasgo primordial del barroco, no puede ser un síntoma del divino ingenio productivo del poeta,[46] sino por el contrario, de la propia incapacidad de los objetos para irradiar un sentido. Almacenadas en gigantes bibliotecas o amontonadas en obras de escaso valor literario, las interminables cadenas alegóricas son expresión de la orfandad que padecen los signos en un mundo en el cual, ante la clausura de toda escatología, las cosas mismas han devenido mudas o inexpresivas. Puesto que si el tiempo, vacío de toda trascendencia, se sumerge aceleradamente en el abismo sin poder alcanzar ya ninguna consumación, del mismo modo las palabras se reproducen incesantemente, atrapadas para siempre en el ámbito de la mera representación. Y así como ninguna criatura puede contener ya la catarata del tiempo, no hay ingenio soberano que pueda restablecer el originario carácter nominativo que tuvieron las palabras.

El abundante juego de alegorías es, en este sentido, un signo de la penuria constitutiva del lenguaje. Por eso mismo, la obstinada negativa de los dramaturgos alemanes a detener la interminable dispersión de alegorías y superar así el aspecto fragmentario de sus obras, evidencia, en la interpretación de Benjamin, una profunda lealtad al mundo de los objetos. El Trauerspiel alemán se rehúsa a devolverle lúdicamente a la obra su acabado y, al hacerlo, impugna toda tentativa de restitución secular de la trascendencia. En tanto meras formas convencionales, sujetas a un uso reglado, pero carentes de toda significación, las alegorías del barroco alemán solo son portavoces del vacío de sentido en el cual se reproducen. Mas solo así, transformadas en meras formas que ostentan su carácter inexpresivo, las alegorías barrocas pueden devenir la sintaxis abstracta de un código cuya clave se ha perdido para siempre. Por amor a las cosas, el Trauerspiel alemán renuncia al predominio de lo artístico y así, en el mismo momento en que, desprovisto de todos sus disfraces, deja a la vista el desconsuelo de la condición terrena,[47] reafirma su fidelidad a ese lenguaje quizás nunca pronunciado.

Pero de las obras barrocas alemanas se sigue, por otra parte, una fuerte crítica a la impostura de toda redención mundana. Semejante pretensión tiene su forma más palmaria, como decíamos, en el barroco español y su intento por reintroducir secularmente la trascendencia por medio de la reflexión. El recurso de la reflexión -cuya figura artística más notable puede hallarse en el "teatro dentro del teatro"-, reintroduce en un mundo secularizado un principio soberano capaz de digitar el juego entre ilusión y realidad y de restituir inmanentemente esa apariencia de totalidad que es imposible hallar en el Trauerspiel alemán. Así ocurre en La vida es sueño, según señala Benjamin, donde, a fin de cuentas, con un poco de ingenio, es posible resolver aquello que parecía carecer de solución. Pues los héroes de Calderón, señala Benjamin, recurren habitualmente al "virtuosismo de la reflexión [...] para dar la vuelta en ella al orden del destino igual que una bola entre las manos a la que hay que observar, ya de un lado, ya del otro".[48]

La profunda crítica que Benjamin dirige, en el fragmento anteriormente citado, al virtuosismo de la reflexión, encuentra su fundamento en la primacía que éste otorga a la subjetividad. Tanto el artista frente a la obra, como los personajes ante la trama, reflexionan "sin tener que rendir cuentas".[49] Así, como en el caso del romanticismo, según lo señalara C. Schmitt en Romanticismo Político, todo deviene en el barroco español una occasio[50] para la expresión de la subjetividad, sin que sea posible establecer algún límite ético frente a su desmesurada ambición de goce estético.

El Trauerspiel alemán, por el contrario, no logró desarrollar con brillantez la técnica de la reflexión. Antepuso al móvil estético y al acabado de la obra, el primado de la moral y, como señalábamos anteriormente, una fidelidad inquebrantable al desposeído mundo de las cosas. En este punto radica justamente su grandeza, puesto que la preponderancia de la subjetividad, y la violencia ejercida sobre la objetividad en el plano estético, es correlativa a un proceso que conlleva graves consecuencias de carácter político. Y aquí la crítica que Schmitt dirigiera al romanticismo se vuelve sorprendentemente sobre él, ya que Benjamin advierte que la restitución de la representación que su interlocutor había postulado, reposa en el mismo uso de la reflexión que le permite a Calderón emprender una redención terrena de la representación teatral.

Con la caída del viejo edificio medieval, que dotaba de un sentido trascendente a la representación artística, había sido destruido también todo el sistema de relaciones que hacía del monarca el representante inmediato de dios. Tanto las formas artísticas que habitualmente son designadas como barrocas, como el soberano absolutista y la moderna razón de estado, constituían formas novedosas de respuesta a la severa crisis de representación que había traído aparejado el desmoronamiento del mundo medieval. Pero, según intenta demostrar Benjamin, con la caída de las figuras analógicas y del horizonte escatológico cristiano, había devenido imposible toda transfiguración del mundo a la luz de un sentido espiritual. Clausurada la relación del hombre con lo absoluto, ese mundo recientemente secularizado había quedado arrinconado en su propia inmanencia, y privado para siempre de toda esperanza de redención. Por ello mismo, resulta criticable, según Benjamin, la pretensión monárquica de restituir por medios seculares la idea de representación: puesto que, como lo evidencia incluso la necesidad de recurrir a la pompa y a la corte, las figuras barrocas "jamás se transfiguran desde dentro."[51] El monarca puede presentarse noblemente ataviado o ser escoltado con solemnidad, pero aún así solo logrará encubrir como con una coraza su propia condición criatural.

En este contexto problemático, el Trauerspiel alemán, leído a la luz de los conflictos que sacudían y desangraban a la República de Weimar, podía resultar revelador. Su deshilachada factura impugnaba, según Benjamin, tanto el acabado de las obras de Calderón como la legitimidad del nuevo soberano. A la luz de la fractura que atravesaba las obras del barroco alemán, el cierre lúdico del teatro calderoniano devenía mero artificio estético que simulaba un contenido espiritual desvanecido, y el moderno soberano absolutista, celebrado por el arte y legitimado por la razón de estado, se revelaba como un impostor.

Como muestra el Trauerspiel, amontonando hechos atroces en la escena, e iluminando el porte idolatrado del monarca por la vulgar figura de los intrigantes, tanto el monarca como el resto de las criaturas se encuentran ahora bajo el dominio de un mecanismo natural sobre el cual es posible operar pero nunca legislar. En este contexto secular, la idea de una representación eminente es convocada para dotar de un valor siempre falaz a las hábiles maquinaciones de quienes conocen y digitan, estratégicamente, los resortes de este mundo. Como evidenciaba la figura del dramaturgo español, tal restitución de la soberanía solo puede lograrse al precio de transformar el mundo en un espectáculo estético, en una mera ocasión para el lucimiento de las maniobras de una subjetividad vacía de todo contenido moral.

De esta forma se explica la profunda coincidencia, que Nagel es incapaz de detectar, entre el proyecto monárquico y el intento de restituir una apariencia estética no dañada, que emprende el clasicismo de la academia francesa. En ambos casos, es soslayado el énfasis en la dimensión criatural a los fines de restablecer así el dominio de la representación a partir de la trama coherente, pero carente de contenido, que los signos tejen entre sí. El problema no es entonces, como cree Nagel, la pérdida de credibilidad de los mitos a partir del abandono clasicista de aquella antropología negativa que hacía del factum de la finitud su punto de partida. El punto es más bien que la tentativa misma por restituir el imperio de los mitos debe ocultar su propia base criatural a fin de garantizar el restablecimiento inmanente de la totalidad. De forma tal que, al igual que la obra de arte, la representación política restablece su dominio apelando al recurso de la reflexión, esto es, transformando el mundo en escenario para las piruetas retóricas de la subjetividad.

Algunas consideraciones finales

Así, podríamos concluir, el Trauerspiel alemán le permite a Benjamin mostrar que todo intento por restablecer por medios seculares el dominio de la representación -y con ella la apariencia estética, la tradición y la autoridad-, conllevaba el peligro de la conversión del mundo en mero espectáculo estético, de su aniquilamiento terrorista por una subjetividad desencajada o, en otras palabras, la transformación del estado de excepción en regla.

Lejos de este desquicio estético de la política, el Trauerspiel alemán impugna la capacidad del arte para restituir el aura perdida de una representación sustancial. A diferencia de aquellas que, inscriptas en una tradición, eran capaces de hacer presente lo lejano, las flacas alegorías del teatro alemán evidencian la fractura de todo legado del pasado. Como las citas, arrancan a las figuras de aquel contexto que las dotaba de sentido, para hacerlas presentes en un marco completamente extraño. Su movimiento no es ya el de la complexio oppositorum schmittiana, sino por el contrario el de la intercalación de lo disímil.[52] Pues solo así, enmudecidos, pueden los fragmentarios objetos del pasado devenir cifras de un lenguaje impronunciable.

Pero si en su forma alegórica el arte se resiste a refundar desde un presente soberano una tradición eminente que tiende a desaparecer, no por ello, deberíamos agregar, accede servilmente a su transformación en dócil instrumento civilizador. Pues si condena la reconstrucción del edificio teocrático, no es porque se complazca en la redondez de la existencia terrenal. El arte alegórico no es epifanía de lo absoluto, pero tampoco figura sublimada de la humanidad. Su forma es inhumana como lo es también la de su espectador. De manera tal que tampoco éste volverá a su casa mejorado, como pretendía Lessing. Por el contrario, su alma será profanada, desalojada, durante la representación teatral. Como las cosas en el día del juicio final, saldrá del teatro petrificado y ya sin poder hablar.

Notas

[1] Es obligado recordar aquí la apelación de Schmitt a la tradición católica como modelo por excelencia de una representación eminente. Schmitt (2000).

[2] Lukács (2005), especialmente "Sobre la cuestión del parlamentarismo."

[3] Esto ocurre en 1956, en su ensayo Hamlet o Hécuba. La Irrupción del tiempo en el drama. Ver Schmitt (2002).

[4] Sigo aquí a Nagel (2006).

[5]Sigo aquí a Villacañas (1993).

[6] Koselleck (1965).

[7] Costa (2004).

[8] Koselleck (1965), p. 30.

[9] Corneille (1968), p. 208.

[10] Nagel (2006), pp. 19-20. Sigo en las próximas páginas su análisis de la obra de Mozart.

[11] Costa (2004).

[12] No obstante, aun en este caso la reconciliación final con que la obra concluye marca claramente el inicio de una nueva guerra civil. Lo nuevo se enfrenta ahora a lo viejo, el orden a la camarilla, al secreto, a lo oculto, la sabiduría a la razón de estado. La Humanidad, en tanto reino del bien universal, no reconoce ya enemigo alguno. A ella solo se enfrenta la siniestra "Reina de la noche" que, en tanto soberana absolutista, gobierna mediante las intrigas y el secreto de su círculo cerrado. La política misma ha devenido así mero exceso, mera desmesura frente al apacible trato que se prodigan los hombres al amparo del prudente y sabio Sarastro.

[13] Nagel (2006), p. 124.

[14] El modelo clásico para este análisis ha sido, como es sabido, la interpretación que realiza Hegel en La fenomenología del espíritu, del terror revolucionario y de la huida romántica e irónica de lo real.

[15] Villacañas (1993).

[16] Lessing (1970), pp. 587-592.

[17] Gottsched (2004).

[18] En "Minna von Barnhelm" Lukács se remite al personaje de Minna para mostrar el alejamiento de Lessing de toda moral rigorista. La sabiduría de Mina "no es una sabiduría que supere la vida, se anticipe a ella, esté por encima de ella" Es "el simple impulso intacto de un auténtico ser humano que quiere una vida con sentido, solo realizable en la comunidad y el amor" (Lukács, 1968). Sin embargo, frente a Villacañas Lukács enfatiza el hecho de que en Minna "el fundamento último de la acción no se encuentra en el encadenamiento inmanente de los hechos [...] sino en una base ideológica que rebase esos datos y los sostenga al mismo tiempo, una base con cuya ayuda todas las inverosimilitudes de las situaciones, de sus encadenamientos y de su resolución se eleven al plano de una necesidad más profunda que podría casi llamarse histórico - filosófica" (Lukács, 1968, p. 47).

[19] Szondi (1992).

[20] La admiración por alguien era una traducción subjetivizada del thaumostón aristotélico, referido a las situaciones y respondía a las necesidades del drama cristiano. No obstante, habría que distinguir la opinión de Gottsched, Mendelssohn y Nicolai sobre la admiración, del modo en que aparece la admiración en Corneille y en el Barroco en general. A diferencia de la perspectiva ilustrada, en el barroco la admiración por se mezcla con el admirarse de. Podría decirse que Gottsched desbarroquizó el teatro de la admiración. Extirpó el admirarse de, que corresponde a lo monstruoso en general, y transformó la admiración en un sentimiento racional: la admiración como el placer trágico específico en la contemplación de excelencias morales notables. Kommerell (1990).

[21] Lessing (1970b), pp. 155 - 227.

[22] El énfasis en el carácter emotivo del arte es algo que podemos encontrar, tal como lo hizo Lessing, en autores como Diderot y como Richardson. Sobre este punto es interesante la descripción que realiza Wellek (1969).

[23] Lessing, (1970), p. 317.

[24] Villacañas (1993), p. 94.

[25] Peter Szondi advierte, en "Tableau et coup de théâtre", que la exclusión de los coup de théâtre fue paralela a la erradicación de la fortuna, concepto central en la comprensión tradicional de la historia. Señala además la dependencia de la eliminación de los coup de théâtre con respecto a la emergencia del ámbito privado de la pequeña familia burguesa. Los coup de théâtre serían propios de la vida en la corte, siempre a merced de la volubilidad de los deseos y pasiones del príncipe, y no propios de la fraternidad que debe imperar dentro de la naciente familia burguesa. Szondi (1974b).

[26] Koselleck (1993) y Koselleck (2004). La lectura de la ilustración alemana que realiza Koselleck en estos textos, es notablemente diferente de la que realizara en Crítica y crisis. En este apartado del trabajo nos valemos, siguiendo a Villacañas, solo de la Begriffsgeschichte koselleckiana.

[27] Koselleck (1993), p. 54.

[28] Y justamente por esto que Villacañas apela a Lessing. El posterior decurso de la historia llevará a los excesos idealistas y románticos, a la concepción de la obra de arte como epifanía, bajo esa confianza ilimitada en la subjetividad humana (que dará lugar a una lucha terrorista contra el mundo).

[29] Lo que mueve a los hombres a equivocarse es, según Lessing, la impaciencia y la desconfianza con respecto a los planes de la Providencia. El fanatismo, el gran enemigo del Iluminismo, deriva justamente de nuestra desesperación. Lessing (1970c), pp. 489-511.

[30] Kommerell (1990).

[31] Un claro ejemplo acerca de la explícita voluntad de ruptura de Lessing con respecto a la divisa ut pintura poesis es la escena del pintor en su tragedia Emilia Galotti. El completo curso de la obra puede ser leído, si se quiere, como traducción poética de la belleza de Emilia, belleza que su retrato muestra pero que las palabras ya no dejan ver. La belleza de Emilia se conoce, entonces, solo a partir de la serie de trágicas acciones que desencadena. Por lo demás, la desconfianza de Lessing ante las imágenes es tan extrema que, hasta con respecto a la pintura, llega luego a afirmar: "...denn was wir in einem Kunstwerke schön finden, daß findet nicht unser Auge, sondern unsere Einbildungskraft, durch das Auge, schön" ("Lo que hallamos bello en una obra de arte no es lo que gusta a nuestros ojos, sino lo que a través de ellos, gusta a nuestra imaginación"; Lessing, (1970d), p. 52).

[32] "Ich rate der Traurigkeit nur, das Maul zuzumachen" ("El único consejo que he dado a la tristeza es que cierre la boca"; Lessing, (1970d), p. 160).

[33] Vauday (2001).

[34] Koselleck (1965).

[35] Villacañas - García (1996).

[36] Me refiero siempre a las interpretaciones que han visto en el barroco un período histórico y no a las que, con un sesgo transhistórico, ven en él una tendencia que se manifiesta cíclicamente en el hombre europeo. Aludo en este último caso a Wölfflin, D´Ors o más recientemente a Deleuze.

[37] Esta función de puente que cumple la alegoría cristiana, entre la tradición y el presente, así como también la permanente necesidad de un acervo cultural para decodificar convenciones representativas que sin él devendrían enigmáticas, son dos diferencias sustanciales entre el uso del concepto "alegoría" que hago aquí, y la idea posterior de "símbolo".

[38] S. Méndez enfatiza la importancia que tuvo la Reforma protestante en este proceso. Ésta trajo consigo una paulatina desarticulación de la alegoresis medieval al rechazar, en la lectura de la Biblia, las exégesis de los Padres de la Iglesia. Era posible rescatar, entonces, las indicaciones rastreables en el texto mismo de los Evangelios, pero no las restantes especulaciones. Méndez (2006).

[39] En A discourse of ecclesiastical politic (1670), Parker decía que "si solo tuviéramos una ley del parlamento que coartara a los predicadores el uso de metáforas indecentes y almibaradas, quizá hubiera una curación eficaz de nuestros presentes desórdenes." Citado por Abrams (1974), p. 414.

[40] Auerbach (2006), especialmente pp. 340-371.

[41] Benjamin (1987), p. 25.

[42] Benjamin (1987), p. 25.

[43] Benjamin (1995), p. 86.

[44] Benjamin (1991), p. 171.

[45] Benjamin (1991), p. 172.

[46] En este sentido, el libro de Benjamin constituye una respuesta crítica al modo en que Panofski concibe el manierismo como manifestación de un ideal que excede las posibilidades de representación estética (Panofsky, 1987). Igualmente, el barroco puede ser leído como límite ético frente a la impostación del arte que, a partir del Wit, en la literatura inglesa, y del Ingenio en Gracián, se produce de fines del siglo XVI.

[47] Las figuras hieráticas del barroco son, en este sentido, la única representación posible de una interioridad corrompida en un mundo plenamente cosificado.

[48] Benjamin (1991), p. 70.

[49] Benjamin (1991), p. 70.

[50] El concepto es formulado por Schmitt.

[51] Benjamin (1991), p. 173.

[52] Agamben (2005), p. 170.

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