Revista de Filosofía y Teoría Política, 2010, nº 41, p. 177-195. ISSN 2314-2553
Universidad Nacional de La Plata.
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Departamento de Filosofía.

Dossier : Discursos e Independencia en América Latina : Reflexiones críticas

La prosa de la Independencia y su inscripción en el horizonte jurídico

Liliana Weinberg

Universidad Nacional Autónoma de México. Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe
weinberg@servidor.unam.mx

Resumen
El Ensayo sobre la Revolución del Río de la Plata desde el 25 de mayo de 1809, publicado por su autor, Bernardo de Monteagudo, en el periódico Mártir, o libre el 25 de mayo de 1812, representa uno de los más tempranos ejemplos de la aparición del ensayo político propiamente dicho en Hispanoamérica, y nos abre a cuestiones de representación literaria y representación política de la mayor importancia

Palabras clave: Ensayo; Independencia; Monteagudo

Abstract
In May, 25th, 1812, Bernardo de Monteagudo published his paper 'Ensayo sobre la Revolución del Río de la Plata desde el 25 de mayo de 1809' in the journal Mártir, o libre. This document is one of the earliest political essays, in its proper sense, available in Hispanic America, so far. We consider different and important questions related to literary and political representations

Keywords: Essay; Independence; Monteagudo


Comunidades representadas

A la hora de repensar la etapa de la independencia se ha vuelto casi un lugar común referirse a la noción de "comunidades imaginadas", acertada expresión de Benedict Anderson. Sin embargo, por mi parte quiero insistir en otros elementos, rescatar otros componentes de la experiencia revolucionaria, y proponer otros términos, como el de "comunidades representadas", para referirme al fuerte carácter jurídico que acompañó a la dinámica política y militar en ese largo y complejo proceso que fue el de la independencia americana, a la vez que insistir en que se trata de un fenómeno que se tradujo también en la prosa de ideas misma y revolucionó el propio concepto de representación. Germán Arciniegas afirmó, de manera muy sugestiva, que "América es un ensayo": prosa y experiencia intelectual habrían nacido juntas en Hispanoamérica desde fines de la etapa colonial y juntas habrían de dar lugar al proceso de nuestra independencia, que resultó así, desde la perspectiva de este autor, un proceso antes intelectual que militar.[1] Por nuestra parte podemos afirmar, al pensar en los comienzos del ensayo americano, que un punto de articulación fundamental para que ello fuera posible es la existencia de una relación fuerte, todavía insuficientemente atendida, entre el ensayo y la ley.

Propongo así que es posible releer la prosa americana del siglo XIX a partir de la enorme preocupación que ella manifiesta tanto de manera en muchos casos explícita, como por sobre todo implícitamente a través de las propias reglas de organización discursiva, respecto de cuestiones de orden jurídico de la mayor importancia (temas como los de representación y representatividad, legalidad y legitimidad, por ejemplo), con enormes alcances para la reflexión sobre la relación entre lo instituyente y lo instituido en una época de tan fuerte recambio político y social, tal como pronto lo traducirá la fiebre constituyente y constitucionalista de la hora.

Muchos estudiosos consideran el siglo XIX como la gran época de la prosa en Hispanoamérica. En efecto, la multiplicación de formas en prosa no ficcional, desde el panfleto hasta el periódico, e incluso la creciente circulación de ensayos de corte filosófico, científico o didáctico desde fines del siglo anterior, fueron resultado de la emergencia de nuevas prácticas y moldes discursivos e implicaron un verdadero acontecimiento en el sistema de géneros tradicionales. La obra de Monteagudo se coloca así en el gozne mismo entre dos épocas y familias discursivas marcadas a su vez por el revolucionario surgimiento y expansión de la prensa periódica y se apoya precisamente en su posibilidad de convertirse "en un rápido vehículo de los hechos, de las ideas y de las doctrinas". [2]

Por lo demás, la creciente traducción y circulación de obras de autores ilustrados, el discurso de la independencia de las colonias norteamericanas, el enciclopedismo y la Revolución Francesa, así como los debates jurídicos de la hora por parte de un sector letrado en buena medida ligado a los estudios de derecho, alimentarán también el discurso del ensayo de comienzos del siglo XIX y contribuirán a reforzar su fuerte tonalidad jurídica. Si los revolucionarios franceses reclamaban los derechos del hombre y del ciudadano, quienes hablaban desde las colonias inglesas en Norteamérica dotaban a sus reflexiones de un contenido legal adicional, en cuanto se veían obligados a formular una protesta de libertad doblemente articulada que tomara en cuenta también el derecho de las zonas coloniales a la emancipación.[3] De allí que el debate jurídico se revistiera de problemas como el de la legitimidad de las exigencias revolucionarias y los reclamos de independencia, así como las demandas de representatividad de quienes tomaban la palabra respecto de los grupos en cuyo nombre hablaban.[4]

La relación entre las órbitas jurídica y ensayística no acaba allí, sino que se articula también con la práctica. En efecto, debemos insistir en que los ideólogos y conductores del proceso de independencia provenían en buena medida del sector criollo letrado, y eran muchos de ellos además juristas, poseedores por tanto de las habilidades discursivas necesarias para contribuir a la redacción de los nuevos tipos de texto que demandaba la hora y la instauración de nuevos marcos legales. Hay entonces un vínculo fuerte entre prácticas y discursos que nos permite comprender ciertos principios de inteligibilidad del texto mismo, aun cuando por mi parte considero que estos problemas no se agotan en el nivel del discurso y en el análisis ideológico, sino que precisamente se deben rastrear en esta zona de legitimación del discurso que tan bien advirtió Derrida y que se descubre ya desde el vamos en el problema de la firma misma del texto como asunción de responsabilidad por la palabra.

En otros trabajos he insistido en la necesidad de examinar el más acá y el más allá del ensayo, y en general de todo texto. Ese "más acá" nos remite al contexto concreto y a las condiciones materiales de producción de un texto y a la inserción del discurso en una serie de prácticas y formas de sociabilidad y negociación que hasta cierto punto lo determinan y que todo autor asume, simboliza, reinterpreta y lleva a sentido, en aquello que tan sagazmente Said muestra además como la diferencia entre instancias de filiación y afiliación. Se trata a la vez de la relación de una manifestación textual con las redes y prácticas discursivas de su momento (para el caso que nos ocupa, con el naciente periodismo, el diálogo, la memoria, la carta, el bando, el alegato jurídico, la arenga política, los debates filosóficos, los libros de viaje, el diario de campaña, entre otros), pero también los nuevos espacios públicos de sociabilidad, lectura y debate, desde los ámbitos de gobierno, las esferas de la estrategia política y militar, hasta los clubes y asociaciones.[5] El estudio de los procesos de enunciación es en este sentido fundamental, y debemos recordar que todo ensayo es también la re-presentación de un presente enunciativo: el que piensa escribe, decimos trasladando a la prosa de ideas las agudas observaciones que hace Beatriz Colombi para el caso de la literatura de viajes (2004). En cuanto al "más allá" del texto, tiene que ver con el momento de articulación entre lo poético y lo poetizado (Benjamin), entre el proceso de juzgar y lo juzgado (Lukács), en ese horizonte de sentido donde se inscribe y se recorta la cronotopicidad de todo texto, esto es, ese lugar que otorga sentido y contribuye a dar soporte a la propia organización del texto. Y es aquí donde quiero enfatizar, además de cuestiones propias de la esfera ideológica, este nivel, el de la ley y las reglas interpretativas que rigen todo proceso de simbolización.

En cuanto a la organización misma del texto -que en el caso del ensayo tiene un fuerte vínculo con los procesos de enunciación y configuración activa no sólo del mundo de referencia, sino del proceso mismo del pensar-, toda ella está también fuertemente ligada a un proceso representativo que reviste a la vez un fuerte carácter jurídico, un esfuerzo de legitimación de la palabra pronunciada, y esto por lo pronto en cuanto todo acto de representación es ya la firma implícita de un pacto de inteligibilidad y representatividad por parte de quien toma la palabra, y también en cuanto se activa aquello que Derrida denomina "la ley del género", constitutiva y constituyente a la vez del discurso, y que lo enmarca e inscribe en un sistema de significados y en una red de sentidos.[6]

Me detengo un minuto en torno al magno problema de la representación. Si se parte de la perspectiva según la que "las producciones intelectuales y estéticas o las prácticas sociales están siempre regidas por mecanismos y dependencias desconocidas para los sujetos mismos", dice Chartier, se desemboca necesariamente, a expensas de las nociones habituales de la historia de las mentalidades, en la necesidad de asignar una particular importancia, al concepto de representación:

Sus diversos sentidos permiten, efectivamente, designar y enlazar tres grandes realidades: primero, las representaciones colectivas que hacen que los individuos incorporen las divisiones del mundo social, y que organizan los esquemas de percepción y apreciación a partir de los cuales éstos clasifican, juzgan y actúan; después, las formas de exhibición del ser social o del poder político, que utilizan los signos y actuaciones simbólicas -por ejemplo, las imágenes, los ritos o la "estatización de la vida", según la expresión de Max Weber-; finalmente, la representación, por parte de un representante (individual o colectivo, concreto o abstracto) de una identidad social o de un poder dotado asimismo de continuidad y estabilidad.[7]

A estos distintos sentidos, que, interpretamos, desembocan en un problema jurídico general, es necesario añadir, para dar mayor énfasis, el de representación política, que conlleva el de la representatividad de las representaciones. Según Bourdieu, la acción política "pretende producir e imponer representaciones (mentales, verbales, gráficas o teatrales) del mundo social capaces de actuar sobre él actuando sobre la representación que de él se hacen los agentes": "La política comienza con la denuncia de ese contrato tácito de adhesión al orden establecido que define la doxa originaria; dicho de otra forma, la subversión política presupone una subversión cognitiva, una reconversión de la visión de mundo".[8] Y según sostiene Edward Said en las Representaciones del intelectual, ya se trate del editor de un libro como de su autor, ya se trate del estratega militar como de un abogado, éstos hablan y negocian a través de un lenguaje que se ha especializado y puede ser utilizado por otros miembros del mismo campo, hasta el punto de que los especialistas pueden dirigirse a otros expertos especializados apelando a una lingua franca que puede resultar prácticamente ininteligible para las personas no especializadas.[9]

Sirva esto para mostrar en cuántos y diversos sentidos se está explorando hoy el magno tema de la representación. Considero que el estudio de la palabra en el proceso de independencia americana puede constituir un aporte enorme para la discusión en torno a temas como el de la representatividad o la legitimidad de los procesos de representación en general. No creo tampoco casual que el tema atraviese muchos de los estudios que hoy se están preparando en torno a las ideas de la independencia, tales como el muy reciente y muy brillante de Elías Palti sobre La invención de una legitimidad.[10]

Si la noción de "poder" es fundamental en la línea abierta por Foucault y la noción de economía lo es para interpretar la lógica de los campos en Bourdieu, la necesidad de una puesta en relación de la esfera jurídica y la esfera literaria, advertida ya por Derrida (la cuestión del archivo, por ejemplo, tan bien trabajada por González Echevarría, o la cuestión de "la ley del género", que yo misma he estado trabajando), es fundamental para entender la dinámica de la prosa en nuestro continente. ¿Existiría incluso una "ley", un aspecto jurídico fuerte en el propio proceso de representación artística? ¿Qué es primero, entonces, a la hora de pensar la representación?

De este modo, el gran y obsesivo tema implícito en las páginas que siguen es el interés por explorar la posibilidad de preexistencia de una relación fuerte entre ámbito literario y ámbito jurídico, que habrá de dejar sus huellas incluso en el proceso de autonomización del campo a fines del siglo XIX, y que resulta fundamental para entender las soluciones simbólicas que se dieron en la prosa del siglo XIX en Hispanoamérica.

Primeros pasos del ensayo hispanoamericano

Sirvan estos antecedentes para insistir en que, cuando leamos el primer ensayo político americano, de pluma de Bernardo de Monteagudo, no nos encontraremos solo con un fuerte y apasionado alegato político en favor de la lucha revolucionaria, cercano en este sentido al discurso panfletario, sino con un profundo planteamiento jurídico de base que tiene enormes alcances e infiltra la textualidad misma: se trata de encontrar la justificación legal, histórica, moral, de la guerra contra la tiranía a la vez que las bases definitivas de un nuevo orden a alcanzar. Se trata además de llevar a texto debates propios del sector ligado a la prédica de Mariano Moreno: el Club Morenista fue refundado con el nombre de Sociedad Patriótica en enero de 1812, y tuvo en Mártir, o libre su órgano de difusión así como en Monteagudo a su principal portavoz, quien buscó a través de él recuperar el espíritu de mayo y reforzar el proyecto de guerra revolucionaria.[11] Retomando la idea de ese particular enlace que Lukács caracterizó, para el ensayo en general, como una relación entre "lo juzgado" por el ensayo y "los valores juzgadores" que el mismo texto, en su despliegue, saca de sí, [12] procuraremos encontrar los principios constitutivos y regulativos de esa forma que el propio Monteagudo designa como "ensayo".

Muchos son los antecedentes para el ensayo del XIX americano. Se trata de una época de riquísima aparición de formas breves en prosa, desde las cartas hasta los primeros textos noticiosos. Recordemos que ya en el siglo XVIII se estaba desarrollando la prosa periodística y la prosa científica que tiene en Humboldt, el segundo descubridor de América, a un modelo singular. Gacetas, mercurios y páginas volantes divulgaban conocimientos y observaciones científicas. El clima dieciochesco nos depara así la actualización de esa otra posible acepción: la de reconocimiento científico a la vez que provisional de algún aspecto del mundo. Miguel Gomes consigna como primer ejemplo del ensayo americano el "Ensayo sobre determinar los caracteres de la sensibilidad", publicado en Quito en 1792 por Francisco Javier de Santa Cruz y Espejo.[13] Por su parte, Claudio Maíz encuentra el más temprano antecedente del ensayo americano en la primera obra titulada como tal datada en 1787 que es a su vez traducción de Saggio sulla storia naturale di Chile, escrita por el chileno Juan Molina en el exilio.[14] También Jorge Aguilar Mora insiste en la importancia de la prosa de los jesuitas expulsos. Consideramos que la orden jesuítica había logrado establecer avant la lettre valiosas redes intelectuales que permitieron subsistir el intercambio de ideas después de la expulsión de la orden. A su vez, un estudio de los grandes centros de enseñanza universitaria deja en evidencia la formación de redes de sociabilidad y de intercambio de ideas que fueron clave para la emergencia de las reflexiones políticas y económicas y que abrieron el camino a la independencia.

La prosa de ideas prolifera así de manera notable y en proporción directa a la expansión del clima ilustrado y la difusión de la hoja noticiosa, la prensa periódica y el libro. Otro tanto sucede con las redes de socialización del conocimiento, que crecen de manera acelerada a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Ya en el siglo XIX asistiremos a la consolidación de un espacio público para la discusión de las ideas.

Esto nos conduce a otro ingrediente fundamental, que es el vínculo entre la noción de "opinión pública" y la idea de lector subyacente a la prosa de la independencia. Tal es el ejemplo de José Joaquín Fernández de Lizardi, el "Pensador mexicano", para quien, según anota Elías Palti "la opinión pública se instituye [...] como un reino de transparencia enfrentado al ámbito de la oscuridad de los sujetos particulares [...], como el lugar de la Verdad y también como el ámbito de la moralidad". Y prosigue: "El Bien y la Verdad se fundían entonces en la Opinión. Surgía así la noción de tribunal de la opinión como juez supremo de las acciones del poder y fuente de su legitimidad", que en Lizardi corresponde de todas maneras a una premisa de matriz premoderna, ya que solo tras la independencia ésta habría de quebrarse dando lugar a la emergencia del concepto jurídico de opinión pública, concebida entonces como espacio de disenso.[15] "La opinión pública deja de aparecer como la premisa para convertirse en un resultado de la política (entendida como publicidad)", que "eleva la pura opinión subjetiva (doxa) a convicción racionalmente fundada (ratio), convierte la mera opinión en opinión pública", entendida, como dice El Observador, periódico editado por José María Luis Mora, como "la voz general de todo un pueblo convencido de una verdad, que ha examinado por medio de la discusión".[16]

La prosa política americana se encuentra entonces con formas y moldes tradicionales, con redes de sentido que son a la vez redes de interpretación jurídica que la prosa renovará, en especie de torniquete que vinculará distintas hiladas discursivas, a partir de nuevas e imperiosas exigencias. Vale la pena recordar, al respecto, las observaciones de Marc Angenot, que implican una nueva consideración del concepto de "temática", ya que hace de los temas no solo unidades de contenido o enunciados narrativos elementales ya preformados, sino unidades en transformación vinculadas a los avatares de una determinada posición enunciativa y a los mecanismos persuasivos que acompañan necesariamente a esas unidades de contenido. Más aún, para Angenot esta combinación de enunciados narrativos elementales, restricciones formales y marcas retóricas, es decisiva a la hora de definir un género. Estos elementos se retroalimentan a su vez con una determinada selección de "vectores intertextuales" que establecen las "restricciones de absorción" características de cada género respecto del discurso social general. De este modo, para Angenot, la temática "combina esquemas de contenido, modalidades de enunciación y procedimientos formales", y es la coexistencia misma de estas categorías la que instituye un género dado. De allí que cuando Bernardo de Monteagudo escriba su Ensayo sobre la Revolución del Río de la Plata desde el 25 de mayo de 1809, publicado en el periódico Mártir, o libre el 25 de mayo de 1812, asistiremos al nacimiento del ensayo político americano como una solución simbólica a la necesidad de combinar estos componentes. [17]

Este texto singular no sólo representa el primer ensayo político propiamente dicho escrito en Hispanoamérica, sino que además es denominado expresamente como tal por su autor. Reúne muchos de los elementos básicos de este tipo de prosa, inserta a su vez en un periódico de propaganda revolucionaria, a la vez que supera las restricciones de la coyuntura, para ofrecernos una interpretación original y crítica de la historia americana que integra las tradiciones del ensayo científico e ideológico, y que convive con las nuevas exigencias del periodismo y la difusión de las ideas, en un momento en que la república de las letras se prepara para afrontar la posibilidad de abrirse a un nuevo orden político y social: precisamente el republicano.[18]

Cabe recordar brevemente que Monteagudo, nacido posiblemente en San Miguel de Tucumán en 1789 (el mismo año de la Revolución Francesa), y asesinado en 1825 en Lima (escasamente dos meses antes de la victoria de Ayacucho), fue hombre de leyes, revolucionario, publicista y militante de la causa de la libertad; obtuvo su título de abogado en Chuquisaca con una tesis sobre "La sociedad y sus medios de mantenimiento", y había participado en la revuelta altoperuana de 1809 en La Paz y Chuquisaca, que a su vez se habría de enlazar con el movimiento revolucionario encabezado desde Buenos Aires. De este modo, el propio recorrido vital de Monteagudo parece vincular esas dos esferas geopolíticas: la que tiene por centro Lima (cuyo poderío estuvo desde los comienzos mismos del imperio español ligado al eje Pacífico) y la del Río de la Plata (naciente esfera que se desarrolla de manera acelerada a partir del siglo XVIII, ligada al eje Atlántico y a un nuevo modelo de mercado, de competencia y de expansión de las potencias europeas). Pero más tarde habría de ampliar mucho más su experiencia de vida, al salir de Perú y llegar como desterrado a Panamá -por entonces centro de una gran actividad política e intelectual-y ligarse a Bolívar, quien en algún momento piensa en encomendarle una delicada misión para pedir apoyo a México. En efecto: cupo a Monteagudo la rara fortuna de haber conocido cercanamente a Castelli, Moreno, San Martín, O'Higgins y Bolívar, a quienes acompaña en distintas etapas de las campañas políticas y militares, aunque siempre en una postura cercana al ala izquierda de la Revolución.[19] Fue autor de obras como el Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII en los Campos Elíseos (1809), que circuló de manera clandestina, donde ratifica los derechos americanos y critica el dominio colonial español ("sacrílegos atentadores de los sagrados e inviolables derechos de la vida, de la libertad del hombre") y acusa que el trono español está asentado sobre la injusticia y la inequidad. Es también autor de una Memoria sobre los principios políticos que seguí en la administración del Perú y acontecimientos posteriores a mi separación (1823), escrita en Quito, donde no solo formula su defensa política sino que llega a representar, en palabras de José Luis Romero, nada más y nada menos que "Todas las contradicciones [...]. Todas las esperanzas y los fracasos, todas las experiencias y las reflexiones de quienes habían consumido su vida en la tormenta revolucionaria".[20] Es también autor de varios ensayos de importancia, desde el que aquí trataremos hasta el Ensayo sobre la necesidad de una federación general entre los estados hispanoamericanos y plan de su organización (1823), escrito para la misma fecha en que colabora con Simón Bolívar para concretar la constitución de una confederación hispanoamericana y en que inicia una gira para convocar a que los países envíen sus representantes al Congreso que se reuniría en Panamá. Estampa siempre con mayúsculas en sus escritos la palabra "LIBERTAD".

Si regresamos al primer ensayo de Monteagudo, que es a la vez el primer ensayo político hispanoamericano, éste constituye un texto sumamente valioso que no sólo nos permite descubrir las claves del género sino además los más profundos debates políticos sobre la legitimidad de la causa revolucionaria americana y los radicales cambios en las condiciones de enunciación que se dieron en la época de la independencia. El texto de Monteagudo presenta ya por primera vez de manera articulada muchos de los rasgos típicos del ensayo. En su carácter de prosa mediadora entre la prosa, muestra su capacidad de actuar como vínculo con un nuevo horizonte discursivo y con una serie de tipos de textos francamente ideológicos como el panfleto, el artículo periodístico, el discurso político o el alegato jurídico; al mismo tiempo, se asoma a otro nivel interpretativo más amplio y general por el que se remozan los contenidos del iusnaturalismo a la hora de pensar la legitimidad de la causa revolucionaria.

Otro tanto sucede con el propio título del periódico, Mártir o libre, a partir del cual se establece una antítesis fuerte que a su vez remite al marco general del contraste entre las condiciones de esclavitud y las de libertad: el gran tema de la etapa de la independencia. Monteagudo, a la vez hombre de leyes y estratega de la causa revolucionaria, a la vez cronista y partícipe en la guerra de la independencia, nutrido en las lecturas del ala más avanzada de la revolución, nos ofrece un balance urgente y apasionado del estado de las luchas contra el poder colonial español en el Alto Perú y otras regiones de la América del Sur, que no deja de todos modos de estar sostenido por una reflexión cuidadosa sobre el gran problema jurídico de la época, que es, insisto, el de la legitimidad y la representatividad de la causa americana ante los tribunales europeos. De este modo, a la vez que da noticia objetiva de las victorias y derrotas de ambos bandos, nos ofrece una interpretación a un tiempo apasionada y depurada del sentido de la contienda y predice que el ganador no podrá ser, por fin, sino aquel sector al que la historia y la naturaleza asisten con sus leyes irreversibles: el que defiende la causa de la libertad y la derrota de la tiranía. Al hacerlo así, además, contribuye a la construcción de un nuevo lectorado, que representa a ese sector de la sociedad que poco a poco se va constituyendo como opinión pública. El movimiento, como se ve, es una vez más abismal: lejos de tratarse de un escritor fanático y precipitado por los acontecimientos, Monteagudo aporta sus reflexiones en el plano de lo jurídico y sus más íntimas convicciones a favor de la necesidad de fomentar la consolidación de un sector público capaz de atender a las razones del derecho y de la historia. Pocos ejemplos hay como este primer ensayo capaces de mostrar el despliegue de las razones para la constitución del nuevo orden americano. Y pocos ejemplos de la necesidad de rediseñar la relación entre "voz popular" y "opinión pública". En rigor, el concepto moderno de opinión pública, su recambio semántico, pasa por un replanteo de orden jurídico.[21]

La adopción de una nueva perspectiva por parte del ensayista da lugar a una particular configuración de la prosa y a la firma de un nuevo contrato de veridicción e intelección con el lector, un nuevo contrato de buena fe y de derechos de representación que la letra del publicista se arroga a partir de la voz del pueblo. La trama del ensayo se organiza en torno a una determinada perspectiva de tiempo-espacio-individuo que se alberga como la "caja negra" de sentido y que actúa a su vez en dos niveles, como generadora y autorizadora de una determinada interpretación. Pero si atendemos incluso a esta matriz de tiempo espacio en que se apoya su arquitectura, notaremos que subyace allí una ley representativa que tiene también un cariz jurídico. En este caso, tiempo y espacio confluyen en el gran tema de la revolución de independencia, y es ésta la clave ideológica y textual que por su parte tiñe la trama del texto y da lugar a la construcción prospectiva de otra imagen de enorme fuerza constitutiva y constituyente: la patria. Y su destinatario es un lector pensado como dentro y fuera a la vez del texto, en cuanto morador de un espacio público que es a la vez exterior e interior al texto, teatro donde a la vez se representan y se miran los acontecimientos.

El tiempo presente del ensayo es así no solo el que el ensayista emplea para mostrar los hechos y ofrecernos su interpretación, sino el tiempo inaugural de una nueva historia, el tiempo que se encuentra a la vez en un momento axial, un parteaguas, que alimenta y es alimentado por la revolución de independencia. Recordemos que hay una selección temática que conlleva una determinada forma de filtrar los datos de que se dará cuenta así como el modo de presentación y ordenamiento de los mismos. El tiempo de la revolución es también en sí mismo una revuelta del presente, entendido como el tiempo auténtico y necesario de una historia que no se puede frenar y que por tanto contrasta con el tiempo que el autor considera como errado, antinatural y en cuanto tal ilegítimo, del régimen colonial. El tiempo presente es también el tiempo de la contingencia propia de los acontecimientos, el tiempo por excelencia de la representación teatral y de la representación del debate en la plaza pública.

El recorrido histórico por ese teatro de los acontecimientos, que va del estallido del 25 de mayo de 1809 al de 1810 interrumpido por el lamento del propio autor ante la sangre derramada, la muerte, la orfandad y en general el desorden sembrado por la guerra en la vida social- se ve correspondido por un recorrido espacial que va marcando el mapa de América de acuerdo a los triunfos y derrotas de los focos de insurgencia, centrado en el pueblo de la Plata, el Alto Perú, la Paz, Cochabamba, Potosí, hacia el sur (Huaqui, Aroma, Amiraya, Suipacha, Nazareno, Piedras) hasta alcanzar, como proyecto futuro, Montevideo, para así consolidar "la independencia del Sud". Muchas provincias, aisladas y solo unidas a "sus débiles arbitrios", luchan sin más auxilios que sus deseos, "y quizá sin proponerse otra ventaja que llamar la atención de la América, y tocar al menos el umbral de la Libertad". A los primeros atisbos revolucionarios contestan rudamente las autoridades coloniales con cadalsos, cadenas, puñales, tormentos, crueldad, ruina, tumbas, calabozos, que desembocan en muerte, llanto, luto, gemidos, decapitación, dispersión de las familias, reducción a la mendicidad, desamparo: son todos ellos términos y expresiones que alimentan el "lenguaje del dolor" al que apela el ensayista para describir la descomunal actitud de los españoles. Recordemos que el propio Monteagudo había participado en el levantamiento puntual de 1809 en La Paz, y que de este modo logra enlazar simbólicamente esa experiencia singular con el movimiento libertario que ahora se expande de manera general por todo el continente; al hacerlo así, abre ya de manera temprana una "genealogía" posible a la guerra revolucionaria, a la luz de la cual el alzamiento de La Paz se convierte en antecedente.

Hay así la afirmación en el presente de un tiempo de contingencia y cambio, y la marca de un contraste entre los lastres del pasado y la aceleración del tiempo histórico a causa del movimiento de la revolución. En cuanto al espacio, su "mapeo" constituye no solo un relevamiento de los lugares donde acontecen las contiendas, sino el montaje simbólico de una red de insurgencia política apoyada a su vez en una red de lecturas subyacentes a ese movimiento y una red de circulación de noticias. Todo texto supone la presencia de un sustrato de textos y discursos con los que dialoga (desde las obras de la Revolución Francesa que alimentaron a la vanguardia del movimiento revolucionario americano hasta los periódicos, proclamas, pasquines, bandos y contra-bandos que van acompañando a la insurgencia).[22] Pero a su vez el recorrido espacial que sigue el ensayo de Monteagudo no podría entenderse sin el trasfondo constituido por una amplia familia de prácticas y discursos traducidos, por ejemplo, en los ensayos científicos y los testimonios de viajeros que habían reconocido ya la zona (pensemos, desde el XVIII borbónico, en el nuevo clima ilustrado, con autores como Concolorcorvo).

Para el caso de textos como éste, ligados al discurso de la lucha por la independencia, el "cronotopo" de la "patria", esto es, el tiempo de cambio hecho espacio ("la patria vive", p. 62), atrae a su órbita otra serie de conceptos y símbolos: pueblo, independencia, libertad, a la vez que resuelve simbólicamente muchas de las tensiones que se daban entre el pensamiento político y las circunstancias concretas de la lucha revolucionaria. Se trata pues de un espacio-tiempo con sentido, de un mapa cuyos sitios están marcados por la insurgencia y la guerra contra la tiranía. Y este mismo es el sentido del discurso ensayístico, que va de la esclavitud a la libertad, y exacerba esta oposición para rematar en una antítesis excluyente: "la independencia, o el sepulcro"; "la libertad, o la muerte".

Se da también un paso de la tranquilidad impropia de la época de la tiranía a la aceleración de la historia dada por la guerra de la independencia: se trueca un falso orden por un nuevo orden que no acaba de nacer, que ha cobrado ya muchas víctimas y sufrimientos, pero que es el que finalmente se impondrá de manera irreversible, movido por dos grandes resortes: "el amor a la novedad, y el odio a los que han causado su opresión" (p. 58). El orden legal se apoya a la vez en el orden objetivo de los acontecimientos, puesto que la Historia, la Razón y la Voluntad se equilibran mutuamente (p. 179), a la vez que se corresponden con el concepto "forense" de opinión pública, según la cual la voluntad general es tal solo en la medida en que se encuentre racionalmente fundada (Palti, p. 179). La idea de una "soberanía de la razón" está apoyada a su vez en principios universales de justicia. De este modo, así como la contingencia de los acontecimientos se puede inscribir en un concepto racional y en un concepto de política más amplios, la situación de la que parte el autor queda inscripta en un orden de discurso más amplio.

De este modo, esa lectura "de contrabando" que nos ofrece Monteagudo se ordena y se legitima a un tiempo siguiendo la marcha insurgente y la línea de necesaria instauración de la libertad, a contracorriente del orden colonial y el consecuente empecinamiento en la servidumbre, que será necesariamente reemplazado por un orden naciente, en pleno proceso de instauración, y al que se valida al atribuirle el sentido de una restauración del orden natural apoyado en la libertad. Se trata precisamente de esa etapa histórica en que el término opinión pierde su significado tradicional para convertirse, ya con el adjetivo de pública, en sinónimo de universalidad, objetividad y racionalidad.[23]

La elección de recursos literarios propiamente dichos como enumeración, exclamación, contaste, antítesis, no hace sino reforzar que se trata de una evaluación desde la historia y la causa de la libertad. El empleo de modalizadores e imágenes de gran elocuencia (la campaña del enemigo se moteja como "perfidia armada" y la forma de gobierno colonial como "tiranía", "arbitrariedad", "asesinato", "injusticia", "esclavitud", etc.), va constituyendo un campo semántico compuesto por términos que corresponden a la clase del crimen, puesto en contraste a su vez con otro campo semántico, el que se asocia a la libertad y al martirologio revolucionario: esto refuerza el mensaje general del texto: la voluntad de acabar con el orden colonial español, integrarse en la libertad, asociarse en una idea de patria con un sector naciente de hombres libres que dará lugar a su vez a una nueva ciudadanía: se trata de "Restituir a la América su ultrajada y santa LIBERTAD" (p. 62).

Ante la recurrencia de imágenes simbólicas como "sangre", "tumba", "muerte", "tormento", ligadas al oscuro martirologio de la guerra revolucionaria, debemos subrayar que no se trata sólo de un catálogo de frases y lugares comunes propios de la arenga política, sino de la fundación de un ideario que, para respaldarse, apela al carácter sublime de la guerra revolucionaria, y a su justo título de tal en cuanto instaura un nuevo orden que es a la vez restauración del verdadero orden sepultado por siglos de tiranía.

Pero lo que me interesa aquí particularmente es que el cronotopo "patria" funciona en el nivel de la lectura como hogar simbólico -el único legítimo, aunque sea a corto plazo el más fuertemente castigado y ensangrentado- que aloja a los lectores junto con el autor, vinculados a través de la idea de un naciente espacio público y una naciente opinión pública, como participantes de este modo en un mismo proyecto traducido a su vez por el periódico Mártir o libre, y por el proyecto insurgente, a la vez que por un horizonte de lecturas y referentes culturales compartidos (la recurrencia de oposiciones antitéticas excluyentes: "Mártir o libre", "Libertad o tiranía", que hacen las veces de proclamas que refuerzan el pacto de lectura pensado como compromiso político. La permeabilidad entre la voz y la escritura, entre los circuitos del discurso oral -proclama- y los circuitos de la palabra, refuerzan este efecto y nos confirman que el ensayo se convierte así en gran forma en prosa mediadora de otras formas, en torniquete genial que vincula y a la vez reconfigura simbólicamente la relación entre prácticas y discursos.

Esta pequeña muestra puede conducirnos a repensar la etapa de la independencia americana como un auténtico momento revolucionario que alcanza a los problemas de representación política y artística: así lo evidencia, entre muchos otros rasgos, el profundo replanteo de la relación entre discurso jurídico y discurso literario.

Notas

* Una primera versión de este estudio se publicó en Prismas. Revista de historia intelectual, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, n° 11, 2007, pp. 77-85.

[1] Arciniegas (1963).

[2] Estas palabras, publicadas en la entrada "Journal" del Grand Dictionnaire Encyclopédique Larousse de 1884, son citadas por Arturo Andrés Roig (1986, p. 127). El mismo filósofo argentino afirma además que la riqueza o pluralidad discursiva que se da en el pródromo del nuevo siglo se relaciona con una "mayor densidad histórica" referida al discurso, que condujo necesariamente a adoptar formas discursivas específicas ligadas al "diarismo" y al "espíritu de ensayo". En ese pródromo del siglo ubica Roig, entre otros, al propio Monteagudo (p. 131).

[3] También para el caso que nos ocupa, recordemos que Monteagudo es lector de los jacobinos, como seguidor de las ideas de Moreno y Castelli, del primero de ellos en La Gaceta, pero también traductor del discurso de George Washington.

[4] Tal es el caso del Speech to the Virginia Convention, pronunciado el 23 de marzo de 1775, cuyo autor, Patrick Henry, cierra sus persuasivas declaraciones con las palabras "Give me liberty or give me death!". Una declaración que coincide con el sentido de Mártir o libre.

[5] Pero también los lugares de sociabilidad donde se gesta un espacio de debate que, también para el caso de Monteagudo, fueron la Sociedad Patriótica y la Logia Lautaro.

[6] Al hablar de "la ley del género", Derrida (1980) muestra el carácter paradójico de este proceso, por el cual la "ley" del texto opera en dos niveles a la vez, es su madre y su hija al mismo tiempo, en cuanto indica participación sin pertenencia, y se da una remarca, una reactualización, de las marcas genéricas.

[7] Chartier (1997), p. 91.

[8] Bourdieu (1999), p. 96.

[9] Said (2007).

[10] Palti (2005).

[11] Goldman (1998), p. 51.

[12] Lukács (1985).

[13] Francisco Javier Eugenio de Santa Cruz y Espejo, publicado en Primicias de la Cultura de Quito, n° 2, el 19 de enero de 1792, y empleado un poco más adelante con el mismo sentido en el Papel periódico de Santafé de Bogotá, n° 244, el 13 de mayo de 1796, seguido más tarde por un texto de Fray Camilo Henríquez, "Ensayo acerca de los sucesos desastrosos de Chile", en 1815. Citado por Gomes (2000), p. 119.

[14] Maíz (2004), p. 122.

[15] Palti (2005), pp. 165-167.

[16] Palti (2005), p. 168.

[17] Mártir o libre (n° 8, 25 de mayo de 1812, p. 57). Reproducido en Monteagudo (1965). Sigo en sus grandes líneas dicha presentación. Para un estudio detallado de la vida y la obra de Monteagudo véanse, entre otros, Fregeiro (1879) y Vedia y Mitre (1950). Celebro la aparición de un libro que sólo recientemente llegó a mis manos, de Vázquez Villanueva (2006).

[18] Para un estudio detallado del surgimiento de la corriente del primer republicanismo y su particular preocupación por el tema de la comunidad véase el estudio fundamental de Rojas (2009), quien desafortunadamente no aborda en particular el caso de Monteagudo.

[19] Contamos con un valioso testimonio del propio Bolívar, quien en carta del 6 de diciembre de 1822 escribe: "He visto a Monteagudo y al general Necochea, el primero tiene talento y no me ha parecido 'muy reservado' conmigo; piensa marchar a Bogotá". Por otra parte, el general irlandés Florencio O'Leary ha consignado valiosas observaciones en sus memorias, que corresponden precisamente al momento de encuentro de Bolívar y Monteagudo: "Durante su visita al Libertador amenizó, con su agradable conversación y vastísimos conocimientos, la sociedad que se hallaba reunida en la quinta que habitaba aquél, cerca de Ibarra" (O'Leary, Daniel F. "Bolívar y la emancipación de Sudamérica", citado en Soto Hall, 1933, p. 57).

[20] Romero (1981), p. xxxviii.

[21] Así lo ha mostrado de manera convincente Palti (2005), p. 174.

[22] Para una interesante propuesta sobre el "sustrato de lecturas" véase Zanetti (2002), p. 36.

[23] Son palabras de Keith Michael Baker citadas por Palti (2007), p. 161 y ss..

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