Revista de Filosofía y Teoría Política , no. 44, 2013. ISSN 2314-2553
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Departamento de Filosofía

ARTICULOS / ARTICLES

Reflexiones en torno a una teoría política de los lenguajes políticos*

Reflecting upon a political theory of political languages 

Ariana Reano

Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS) - Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
Argentina
arianareano@hotmail.com; areano@ungs.edu.ar.

Resumen
El objetivo de este trabajo es recuperar, por un lado, los aportes realizados por la nueva historia intelectual en torno a la noción de lenguajes políticos y, por el otro, los pilares teóricos de una concepción posfundacional de lo político. Para ello reconstruimos los presupuestos filosóficos que fundamentan ambas perspectivas, para luego indagar de qué modo cada una de ellas puede complementar las faltas de la otra. A partir de esta revisión, el artículo reconstruye las herramientas conceptuales para pensar una teoría política capaz de comprender la contingencia y la ambigüedad de nuestra historia política pasada y reciente. Esto quiere decir una teoría política capaz de indagar en los procesos de la construcción de sentido en los que lenguaje y política se articulan complejamente.

Palabras clave: Lenguajes políticos; Teoría política; Posfundacionalismo.

Abstract
The aim of this paper is to recover, on the one hand, the New Intellectual History contributions surrounding the notion of political language and, on the other, the theoretical cornerstone of a post-foundational conception of politics. Thus, we re-constructed the philosophical underpinnings which underlie both perspectives in order to investigate how each of these perspectives may overcome the limitations of the other’s. From this review, the article re-constructs a variety of theoretical tools to address a political theory capable of incorporating contingency and the inherent ambiguity of our political history, both past and recent. This simply implies a political theory capable of researching the sense-making processes where language and politics are intertwined in a complex fashion.

Keywords: Political languages; Political Theory; Post-fundationalism.

Concebir la política misma como un sistema de lenguaje y el lenguaje como un sistema político.

John Pocock, Verbalizing a Political Act: Towards a Politics of Speech

[...] los actores, al actuar políticamente, hacen cosas por motivos estratégicos y partidistas en y a través del lenguaje; y pueden hacer esas cosas porque en el lenguaje los conceptos constituyen, parcialmente, creencias, acciones y prácticas políticas. En consecuencia, el cambio político y el cambio conceptual deben entenderse como un proceso complejo e interrelacionado.

James Farr, Understanding Conceptual Change Politically

1. Introducción

Este trabajo es un intento por pensar la relación entre lenguaje y política recuperando los aportes realizados por la nueva historia intelectual en torno a la perspectiva de los lenguajes políticos. Nos proponemos indagar en qué medida ella puede resultar complementaria de una concepción posfundacional de lo político y, a la inversa, analizar cómo esta última puede verse enriquecida con los aportes de la primera.

Algunas de las preguntas que guiarán nuestra búsqueda son: ¿por qué vincular la política con el lenguaje?, ¿Qué define a un lenguaje político?, ¿Dónde radica su politicidad?, ¿Cuál es la relación entre lenguaje, conceptos, discurso e historia que se desprende de los planteos de la nueva historia intelectual? Esta relación, ¿debería ser replanteada en orden a pensar una teoría política capaz de comprender la contingencia y la ambigüedad de los procesos políticos? ¿Cómo?

Para abordar estos interrogantes partiremos de una revisión crítica de las potencialidades y límites de la perspectiva de los lenguajes políticos. Ella es presentada como alternativa a la historia de las ideas porque incorpora la dimensión pragmática del lenguaje al análisis de las prácticas socio-políticas, asumiendo que el lenguaje es constitutivo de dichas prácticas. Lenguaje político es una noción que surge como alternativa a las ideas y a los conceptos, y si bien agrega los aportes de la historia conceptual también revisa algunos de sus supuestos. Los lenguajes políticos son formaciones conceptuales; es decir, son algo más, y más complejo que un conjunto de conceptos relacionados entre sí o que un conjunto de ideas tipo que van mutando semánticamente a lo largo del tiempo. Por eso, para su estudio, no se trata de hacer un seguimiento a fin de entender por qué cambian de sentido a lo largo del tiempo, o por qué son reemplazados por otros (Palti, 2005). Para analizar los lenguajes políticos es preciso traspasar la instancia textual y acceder al aparato argumentativo que le subyace, intentando desentrañar la complejidad a través de la cual son construidos. Asimismo, esta propuesta plantea la necesidad de comprender el carácter contingente de las formaciones discursivas. Ello implica reconocer que el acceso a los hechos sociales es imposible por fuera del lenguaje y que la realización de una acción excede siempre su mera enunciación o representación simbólica a través del lenguaje.

A partir de estas premisas nos proponemos reflexionar sobre las posibilidades que supone articular las dos propuestas que combinan la nueva historia intelectual con una concepción posfundacional de lo político. Esta última nos propone pensar lo político no como un subsistema de lo social o como una actividad específica, sino como una lógica que da cuenta de las condiciones de surgimiento, existencia, reproducción y finitud de lo social. Esta perspectiva se sostiene sobre la aceptación de la contingencia radical de toda categoría universal, entendiendo lo político como el momento de la construcción de sentido; esto es, como “el momento de un fundar parcial” y por lo tanto “siempre fallido” (Marchart, 2009). Esta concepción intenta vincular la política con la significación, partiendo de la idea de que ningún significante político es esencialmente homogéneo y puro en su significado. Más bien se propone concebir cualquier categoría universal –por ejemplo: igualdad, libertad, democracia, república, pueblo, Estado– como inherentemente impura, cuyo estatuto analítico y relevancia política no pueden ser precisados fuera de una disputa por el sentido. Es en este punto donde creemos que puede articularse con una concepción de los lenguajes políticos.

En definitiva, vamos a rescatar los presupuestos filosóficos de ambas propuestas para ver cómo pueden articularse –y cómo cada una de ellas puede aportar y complementar la/s falta/s de la otra– en orden a construir una perspectiva política que permita comprender mejor la contingencia y la ambigüedad de nuestra historia política.

2. Lenguajes políticos: especificando una perspectiva

¿Cuál es la productividad de la noción lenguajes políticos? ¿Por qué sostenemos que puede resultar un complemento importante de una visión posfundacional de la política?

La concepción de lenguaje político es la propuesta que la nueva historia intelectual ofrece como alternativa a la historia de las ideas, incorporando los aportes de la Escuela de Cambridge –a través del proyecto de su principal referente, Quentin Skinner– y de la Escuela alemana de historia de los conceptos –a partir de los aportes de Reinhart Koselleck. La contribución de la primera escuela consistió en plantear un análisis de los lenguajes políticos que obligue a traspasar el plano de los contenidos explícitos de los textos, el nivel semántico, e incorporar la dimensión pragmática. Ello implica abandonar el carácter representacionalista del lenguaje en el que las palabras se convierten en el reflejo de la realidad. De lo que se trata, por el contrario, es de entender el lenguaje como constitutivo de las prácticas socio-políticas.

En esta lógica se inscribe la concepción pragmática que concibe el lenguaje como herramienta y a las palabras como instrumentos que cumplen funciones diferentes de acuerdo a cómo y para qué son usadas.1 El lenguaje es, en definitiva, el recurso del que se valen los seres humanos para dotar de significados al mundo social y comprenderlo. Como sostiene Skinner:

(...) el lenguaje es también un recurso y podemos usarlo para darle forma a nuestro mundo (...) Por supuesto estamos comprometidos en prácticas y, por tal motivo, constreñidos por ellas. Pero esas prácticas deben su dominio, en parte, al poder de nuestro lenguaje normativo para sostenerlas en su lugar; y siempre tenemos la oportunidad de emplear los recursos de nuestro lenguaje para socavar o apuntalar las prácticas. (2007, p. 32).

Esta posición implica aceptar que la separación entre la semántica –que se refiere al significado de las palabras– y la pragmática –que se ocupa de analizar el modo en que una palabra es usada en un determinado contexto– se vuelve cada vez más borrosa. Wittgenstein –de quien Skinner se reconoce discípulo– sostiene que significado y uso están inextricablemente relacionados, porque es el uso el que ayuda a determinar el sentido de un término. Vale decir, el sentido es aprendido y conformado por las instancias de uso, por lo que tanto su aprendizaje como su configuración dependen de la pragmática. El significado semántico se constituye a partir de los casos de uso de una palabra, que incluye los muchos y variados juegos de lenguaje en que aquél entra; por consiguiente, el significado es en buena medida el producto de la pragmática (Pitkin, 1972. Citado en Laclau, 2000, pp. 115-116). El lenguaje nos permite construir principios de lectura sobre la realidad política dado que ella se nos vuelve inaccesible si no es a través del uso del lenguaje.

La cuestión de la pragmática se aplica también para comprender la función de los textos no sólo como meros vehículos para la transmisión de ideas, sino como actos de habla. Es decir, un texto no consiste simplemente en un conjunto de enunciados, sino que supone la realización de una acción. Por eso, para el proyecto skinneriano no basta con comprender qué dice un autor en un texto, sino qué estaba haciendo al decir lo que dijo. El objeto de la nueva historia intelectual no es una práctica indiferente a sus productos. Ella busca entender qué estaba haciendo un autor al decir lo que dijo y, más precisamente, qué estaba haciendo en lo que dijo. En este marco, la recuperación de la noción de texto conlleva, como contrapartida, una revalorización de su término anexo: el de contexto. Más que situar los textos en su contexto, de lo que se trata para Skinner es de desmontar la oposición tradicional entre ambos términos. Desde el momento en que los textos son entendidos como acciones, como hechos, tal oposición se derrumba. No existiría ningún contexto que no se encuentre ya atravesado por la dimensión simbólica, ni tampoco discursos situados por fuera de las redes materiales en cuyo interior los mismos se producen y circulan socialmente.

En conexión con los lenguajes políticos, las consideraciones sobre la pragmática abren una perspectiva nueva en cuanto al modo de entender la relación entre texto y contexto. Concretamente, implica considerar que las condiciones de enunciación –esto es, quién habla, a quién, dónde, cómo, etc. – son parte integral del sentido del texto. Esto de ningún modo supone entender que ese formar parte del contexto en el texto tiene que ver con una determinación de los hechos sobre las palabras. Cuando Skinner habla de tener en cuenta el contexto se refiere al contexto intelectual; esto es, un contexto hecho de debates, de lecturas y de debates sobre esas lecturas. De ahí la importancia que le otorga al problema del significado de las palabras y a sus cambios. En consonancia con lo que acabamos de explicar, para Skinner los significados se vinculan con los usos específicos que se hacen de las palabras en uno u otro contexto y esto es lo que el autor denomina “usos en la argumentación” (Skinner, 2007, p. 159). Bajo estas premisas,

(...) los lenguajes políticos, a diferencia de los ‘sistemas de pensamiento’, no son entidades autocontenidas y lógicamente integradas sino sólo histórica y precariamente articuladas. Se fundan en premisas contingentes; no sólo en el sentido de que no se sostienen en la pura razón sino en presupuestos eventualmente contestables, sino también en el sentido de que ninguna formación discursiva es consistente en sus propios términos, se encuentra siempre dislocada respecto de sí misma. (Palti, 2007, pp. 55-56).

Como decíamos, ello implica hacer hincapié en la dimensión pragmática del lenguaje e instalarse en aquellos puntos de contacto en los que el contexto penetra en el texto y en los que el texto actúa sobre el contexto para indagar los procesos de construcción simbólica a través del lenguaje. Allí radica el desafío de la nueva historia intelectual por mostrar que las prácticas y representaciones que tenemos de ellas resultan indisociables entre sí.

Por su parte, el aporte de la historia conceptual radica en la necesidad de comprender el carácter plenamente histórico –contingente– de las formaciones discursivas y superar la tendencia normativista característica de la historia de las ideas. Esta última considera las ideas como tipos ideales, y la tendencia normativa está presente al entender que todo aquello que se aparte de estos modelos ideales es un “defecto” y no algo constitutivo de la historia intelectual (Palti, 2005, pp. 74-75). Para Koselleck, todo concepto es plurívoco dado que articula redes semánticas plurales. Según el autor, una palabra se convierte en un concepto si la totalidad de un contexto de experiencia y del significado sociopolítico en el que se usa y para el que se usa esa palabra, pasa a formar parte globalmente de esa única palabra.

Los conceptos son, pues, concentrados de muchos contenidos significativos. Los significados de las palabras y lo significado por ellas pueden pensarse de modo separado. En el concepto concurren significaciones y lo significado, al pasar a formar parte de la polivocidad de una palabra, (...) sólo se comprende en el sentido que recibe esa palabra. Una palabra contiene posibilidades de significado, un concepto unifica en sí la totalidad del significado. (Koselleck, 1993, p. 117. Cursivas nuestras).

Desde esta concepción, la historia conceptual supera y trasciende a la historia social dado que articula redes significativas de largo plazo y es, al mismo tiempo, deficitaria respecto de ésta, puesto que nunca la agota. Ello, porque según Koselleck,

No existe ninguna sociedad sin conceptos en común y, sobre todo, no hay unidad para la acción política. Al contrario, nuestros conceptos se basan en sistemas sociopolíticos que son mucho más complejos que su mera concepción como comunidades lingüísticas bajo determinados conceptos rectores. Una “sociedad” y sus “conceptos” se encuentran en una relación de tensión que caracteriza igualmente a las disciplinas científicas de la historia que se subordina a aquellos. (1993, p. 106).

En otras palabras, los hechos sociales –la trama extralingüística– rebasan al lenguaje en la medida en que la realización de una acción excede siempre su mera enunciación o representación simbólica. Ello explica por qué un concepto, en tanto que cristalización de experiencias históricas, “puede eventualmente alterarse, frustrar expectativas vivenciales en él sedimentadas, ganando así nuevos significados” (Palti, 2005, p. 73). Así, entre el concepto y el estado de cosas existentes hay una tensión que parece irresoluble: en toda sociedad los conceptos son aquello que da unidad a las acciones políticas –dado que no existe sociedad sin una elaboración conceptual de sus acciones– pero, a la vez, esa sociedad no es idéntica a los conceptos que genera. Esto es lo que Koselleck entiende como el “hiato entre situaciones sociales y el uso lingüístico que se hace de ellas” y lo que en su propuesta se enuncia como la “relación asimétrica entre historia social e historia conceptual” (1993, p. 119).

El aporte de la historia conceptual radica en el énfasis que otorga al análisis diacrónico –que libera a los conceptos de su contexto situacional para analizar cómo se transforman a través del tiempo– por sobre el abordaje sincrónico –que trabaja sobre un concepto en determinado contexto, tal como lo sugiere el proyecto de Skinner. Sólo cuando se efectúa el análisis diacrónico estamos ante una historia de los conceptos: “al liberar a los conceptos (...) de su contexto situacional y al seguir sus significados a través del curso del tiempo para coordinarlos, los análisis históricos particulares de un concepto se acumulan en una historia del concepto” (Koselleck, 1993, p. 113). Esto se debe a que sólo diacrónicamente es posible evaluar las transformaciones de un concepto y de las estructuras que le corresponden, y con ello se descubren variaciones de estructura a largo plazo, al analizar la permanencia, el cambio y la novedad de los conceptos. Desde esta perspectiva, y haciendo fuerte hincapié en la temporalidad que supone la historia conceptual, lo que distingue a un concepto de una palabra es su pretensión de generalidad; es decir, de traspasar el contexto situacional que le dio origen. Una vez acuñado, nos dice Koselleck, “un concepto tiene en sí mismo la posibilidad puramente lingüística de ser usado de forma generalizadora, de formar categorías o de proporcionar la perspectiva para la comparación” (1993, p. 123). La permanencia de un concepto a lo largo del tiempo no es una propiedad que afecte a la univocidad en su significado, puesto que el concepto es estructuralmente plurívoco. En definitiva, en un concepto se encuentran siempre sedimentados sentidos correspondientes a épocas y circunstancias de enunciación diversas, los que se ponen en juego en cada uno de sus usos efectivos. De allí deriva la característica fundamental que distingue a un concepto: su capacidad de trascender su contexto originario y proyectarse en el tiempo. Tal capacidad de los conceptos “de trasponerse a sus contextos específicos de enunciación, de generar asincronías semánticas, confiere a la historia de conceptos su interés histórico” (Palti, 2005, p. 72).

Desde las premisas que acabamos de sintetizar, el énfasis de la nueva historia intelectual nos interpela no sólo a observar cómo el significado de los conceptos cambió a lo largo del tiempo, sino también y, fundamentalmente, a indagar qué les impedía alcanzar su plenitud semántica. Esta apuesta nos obliga a cambiar el foco de la mirada y entender que, si el significado de los conceptos no puede ser fijado de un modo determinado, “no es porque éste cambia históricamente, sino a la inversa, cambia históricamente porque no puede fijarse de un modo determinado” (Palti, 2007, p. 251). Toda fijación de sentido es precaria y el contenido semántico de los conceptos nunca es perfectamente autoconsistente y lógicamente integrado, sino algo contingente y precariamente articulado. Esta forma de entender la relación inestable entre significante y significado no niega la posibilidad de fijar un sentido a los mismos. Lo que nos propone es entender que ello es posible “únicamente dentro de una determinada comunidad política o lingüística” (Palti, 2007, p. 247); vale decir, dentro de lo que Wittgenstein ha denominado un “juego de lenguaje”. Al mismo tiempo, nos propone comprender que el proceso de fijación de un sentido está habitado por una imposibilidad estructural que hace que el significante no pueda asumir para sí la plenitud de un significado, homogéneo, unívoco y transparente. Este último es el sentido que Ernesto Laclau ha atribuido a la noción de significante vacío2; es decir, un significante que no tiene un significado inherente sino construido a partir de una relación hegemónica que, para el autor, es la relación propiamente política.3 La emergencia de un significante y la construcción de su significado es un proceso imprevisible y el grado de correspondencia entre ellos está sometido a una indeterminación radical. Es en esa indeterminación, pero al mismo tiempo en la necesidad de estabilizar momentáneamente el sentido del significante, donde reside la politicidad inherente al proceso de significación. Porque de lo que se trata es de precisar que la contingencia constitutiva de los lenguajes políticos requiere de una estabilización precaria entendida como institución política de los significados. Esta consideración es central para vincular la perspectiva de los lenguajes políticos con una visión posfundacional de la política, de la cual nos ocuparemos en el siguiente apartado.

3. Las premisas de una concepción posfundacional de lo político

En su reciente publicación, Oliver Marchart utiliza el término posfundacional para dar cuenta de un pensamiento que empieza a producirse en Europa entre fines de los años setenta y principios de los ochenta. Es una perspectiva de reflexión que también fue calificada como posmarxista, posmoderna e inclusive antiesencialista, y que recoge varias de las premisas del posestructuralismo y la deconstrucción.4 Lo que une a estas corrientes es el hecho de afirmar que no existe un principio de auto-transparencia como resultado del cual el conjunto de lo social se tornaría inteligible. Es un pensamiento que no se construye sobre la necesidad de buscar una categoría universal –lugar que habían ocupado la Historia, el Sujeto o la Sociedad– desde el cual explicar lo social, pero tampoco de negar su existencia, sino de mostrar la contingencia radical de toda universalidad. Esto es lo que el propio Marchart ha estipulado como la necesidad de “debilitar el estatus ontológico de todo fundamento” (2009, p. 15). Ello implica afirmar, en primer lugar, que los fundamentos son ontológicamente necesarios y por lo tanto, no hay sociedad posible sin ellos. Y en segundo término, que es imposible sostener la existencia de un fundamento último, lo cual habilita el surgimiento de una pluralidad de fundamentos posibles al tiempo que coloca en un primer plano el carácter contingente que reviste cualquiera de ellos. En este sentido, es una apuesta que se revela como heredera pero también superadora de la crítica que autores como Francois Lyotard hicieron a las grandes meta-narrativas de la Ilustración. La crítica a los grandes relatos de la modernidad y la simultánea reivindicación de los particularismos trajeron como consecuencia el desprestigio de los universales. Estos últimos, condenados como discursos totalizadores que subsumen en sí los particularismos referidos a las identidades, hicieron posible la expresión de alternativas que reivindicaban una política de la diferencia. Fue la creencia en el potencial emancipador de los movimientos sociales y de las identidades multiculturales lo que hizo posible repensar formas múltiples de intervención política sin que ellas deban necesariamente ocupar el lugar de un fundamento. Ocurre que esta creencia convirtió la crítica al universalismo y la afirmación de una política del particularismo en un imperativo programático. El riesgo implícito de esta perspectiva era que la defensa de una política de la pura diferencia terminara por “estipular una nueva metafísica, ahora ya no de la totalidad, sino de la particularidad” (Arditi, 2010, pp. 22-23). De ahí que se volviera necesario retomar la discusión sobre los universales, pero desde otra mirada. La apuesta será entonces concebir lo universal como categoría inherentemente impura cuyo estatuto analítico y relevancia política no pueden ser precisados fuera de una polémica.

Esta perspectiva nos propone entender lo político desde su dimensión ontológica, es decir, como el momento de un fundar parcial y, por tanto, siempre fallido. Lo político no se reduce entonces a la institución de una forma de gobierno o a un contenido ideológico particular, sino que es “una lógica que trata de dar cuenta de las condiciones de surgimiento, existencia, reproducción y finitud de lo social” (Marchart, 2009, p. 24). Así entendido, lo político es una ontología general y de ahí el vínculo con el rol de lo universal al que aludimos unas líneas más arriba. La pregunta que cabe hacer en este punto es ¿cuál es la ligazón entre esta operación de fundar parcialmente un orden simbólico y las prácticas políticas concretas que constituyen el contenido de esa operación? Lo que existe es, precisamente, una relación de indeterminación, o lo que es lo mismo, de no necesidad. Desde el posfundacionalismo esto ha sido entendido como la existencia de una brecha entre lo óntico y lo ontológico, donde lo óntico designa la dimensión empírica de lo social; es decir, la pluralidad de identidades y la multiplicidad de sus relaciones diferenciales. Laclau define a esta relación como la “falta de coincidencia entre particular y universal”, dado que las prácticas políticas particulares y el vínculo con aquello que les da sentido reuniéndolas en una totalidad significativa se funda sobre una contingencia radical (1996, p. 55). Ese carácter indeterminado es lo que amplía el campo para que aparezcan diversas iniciativas que pretendan fijar el contenido simbólico de la universalidad. Lo universal es el símbolo de una plenitud ausente, y lo particular sólo existe en el movimiento contradictorio de afirmar una identidad diferencial, que tampoco puede escindirse completamente de la totalidad. Toda identidad que se construye dentro de un cierto sistema de poder es ambigua respecto de ese sistema, ya que este último es lo que impide la constitución de la identidad y es, al mismo tiempo, su condición de existencia (Ibíd., p. 56).

Ahora bien, de que el campo de lo social sea empíricamente infinito no se deduce que resulte imposible fundarlo, sino que hay una imposibilidad estructural que impide la constitución de una totalidad plena y auto-constituida como fundamento de la pluralidad. En síntesis, es postulando la necesidad de la imposibilidad de un fundamento último que podemos dar cuenta de la pluralidad de las identidades sociales (Marchart, 2009, pp. 30-34). El momento de lo político es el momento del encuentro con la contingencia que, como no puede ser nunca radical, necesita de un fundamento que dé sentido a la totalidad, pero que al mismo tiempo no revista un carácter necesario. Esto da cuenta del carácter abierto e infundable de lo social y de los límites no fijos entre las identidades como precondición de lo político. La diferencia analítica entre lo óntico y lo ontológico establecida por el pensamiento posfundacional se debe a que éste deriva de sus presupuestos ontológicos una diferencia entre la política y lo político. Lo político señala la dimensión ontológica de la sociedad; esto es, el momento de fundar, de instituir, de establecer un orden de lo social. La política designa las prácticas y las instituciones por medio de las cuales son ejercidas en coyunturas empírico-históricas particulares –por ejemplo, las elecciones, los partidos políticos, las formas de gobierno, las políticas públicas (Marchart, 2009, p. 19). Ambos son planos que permanecen entrelazados en la medida en que la política es el momento de actualización del fundamento ontológico. Pero la política es posible porque el lugar del fundamento aparece siempre como indeterminado y su contenido sólo puede ser fijado, parcialmente, por las prácticas mismas. Es más: no se trata de afirmar la negatividad del fundamento ni de afirmar la existencia de un fundamento parcial, sino de apostar a una “pluralidad de fundamentos contingentes” (Butler, 2003). Es decir, una pluralidad de movimientos hegemónicos que tratan de fundar la sociedad sin ser enteramente capaces de hacerlo. De ahí que toda fundación es parcial dentro de un campo de intentos fundacionales contrapuestos. Este fundamento que no está meramente ausente sino que aparece y re-aparece bajo distintas formas y con distintos nombres es lo que la perspectiva posfundacional ha denominado el momento de lo político.

Marchart advierte que lo político surgió como término novedoso cuando la teoría política y social convencional se encontró sin posibilidades de explicar los acontecimientos de una sociedad que experimentaba un cambio de época. La crisis del paradigma fundacionalista –representado por el determinismo económico, el positivismo, el conductismo, etc.– hizo necesario encontrar un concepto a partir del cual se pudiera dar cuenta del momento ontológico de institución de la sociedad. Para ello había que encontrar una especificidad de lo político, de sus criterios y racionalidades particulares. También había que dar cuenta de su autonomía respecto de otras esferas sociales y, finalmente, había que argumentar sobre la primacía de lo político (2009, pp. 73-74).5 Esta primacía es la que nos coloca en el terreno de la ontología, aunque se trata de una ontología distinta puesto que su fundamento se define contingentemente. Es la brecha entre lo político y la política la que asume el rol de un indicador del fundamento ausente de la sociedad; es decir, indica su dimensión ontológica. Esta concepción se sostiene desterrando el presupuesto de que la política es una esfera que forma parte de la sociedad,6 o que la identifica con un tipo de práctica concreta asociada a un actor en particular. Y asumiendo una concepción de lo político como una lógica que define su sentido parcial y contingentemente, vale decir, como un proceso de oscilación y dislocación que torna imposible cualquier fundamento estático. Dicho en otras palabras, lo político, entendido como lógica, está constituido por una tensión entre el momento de la ruptura –que puede estar simbolizado en el trazado de una frontera, o en el establecimiento de una diferencia con lo otro– y el momento de la refundación parcial del orden. Este último representa el momento de la rearticulación de un sentido específico de lo social que, sin embargo, nunca termina de estabilizarse. Esto es lo que en su teoría Laclau y Mouffe (2004) denominan articulación hegemónica. En tanto operación política, la hegemonía incluye el momento de la dislocación, de la presencia de fuerzas antagónicas con las cuales se traza una diferencia, y al mismo tiempo supone una estabilización parcial de un orden que ha sido quebrantado.

Para sintetizar, dos cuestiones son importantes señalar en este punto. Primero, que desde una visión posfundacional lo político no está representado ni por la existencia de un fundamento último que ocupa el lugar de lo universal, ni por las prácticas políticas particulares, sino que acontece en la relación, siempre indeterminada, entre ambos. Esto hace que lo político no sea entendido sólo como el momento de la ruptura o puesta en cuestión de un orden establecido –por ejemplo, lo que Rancière (1996) denomina el desacuerdo fundamental–, sino también como el momento de la sutura y re-institución simbólica del sentido de ese orden. Sostener esto implica reconocer el momento de lo político como el de la dislocación de sentido en torno a un significante, pero también el de los innumerables intentos de pensar la rearticulación de los mismos en torno a ciertos referentes de certeza. Segundo, la reivindicación del carácter precario de toda práctica política no se hace a expensas de una eliminación radical de la dimensión universalista de la política. Lo que hace es postular un tipo de universalidad distinta, concebida en términos no esencialistas. Se trata de una universalidad de la forma que implica, según las palabras de Laclau y Mouffe, “la afirmación de un `fundamento´ que sólo vive de negar su carácter fundamental; de un `orden´ que sólo existe como limitación parcial del desorden; de un `sentido´ que sólo se construye como exceso y paradoja frente al sin sentido” (2004, p. 239). Como nos recuerda Marchart, lo que está en juego en el posfundacionalismo político es “la ausencia de un fundamento único que hace posible los siempre graduales, múltiples y relativamente autónomos actos de fundar” (2009, p. 204). Lo que define quiénes llevarán a cabo ese acto de fundar, cómo lo harán y cuáles serán los efectos simbólicos que ello generará para una sociedad en un momento histórico dado, lo verificarán las circunstancias políticas de cada caso.7 Ello es así porque la política nunca es un espacio de juego de suma cero dado que las reglas y los jugadores no llegan a ser jamás plenamente explícitos. Por el contrario, es un juego que define sus reglas, sus actores y sus sentidos en la lógica de lo político.

4. A modo de cierre. Reflexiones en torno a una teoría política de los lenguajes políticos

A lo largo de estas páginas hemos sintetizado algunos elementos teóricos sobre cuya base poder argumentar por qué una perspectiva de los leguajes políticos y una visión posfundacional pueden resultar complementarias de una visión de la política más enriquecedora para el análisis de nuestras prácticas políticas.

En el desarrollo de este trabajo afirmamos que la perspectiva de los lenguajes políticos se construye sobre la base de los aportes de la nueva historia conceptual a la vez que implica un avance respecto de ella, porque supone algunas diferencias fundamentales que sintetizaremos en lo que sigue.

Una primera diferencia que surge es que la perspectiva de los lenguajes políticos no puede hacer hincapié, como propone Koselleck, en la idea de totalidad. Recordemos que el autor sostiene que un concepto se vuelve tal cuando logra unificar la totalidad del significado. Cabe destacar que este postulado va inclusive en contra de los propios presupuestos de Koselleck, que hacen imposible que la totalidad de un contexto de experiencia pase a formar parte de un concepto. Como sostiene Emmanuel Biset en un trabajo reciente, esta imposibilidad radica al menos en tres razones esbozadas por el propio Koselleck: 1) porque existe un hiato entre conceptos y estado de cosas –entre lo lingüístico y lo no-lingüístico–; es decir, siempre existe un doble exceso entre realidad y lenguaje. 2) Porque si un concepto es índice y factor de la realidad, su inscripción es doble: registra una realidad y es una forma de intervenir en ella. La doble inscripción imposibilita cualquier cierre, cualquier totalización de un campo semántico. 3) Porque todo concepto es en sí mismo incompleto en cuanto se define por aquello que excluye, por lo cual no puede unificar en sí a una totalidad de sentido (Biset, 2010, p. 135). Proponer un análisis en términos de lenguajes supone poner todo el énfasis en la contingencia constitutiva, otorgándole un carácter esencialmente abierto al proceso de significación. Por el contrario, una perspectiva política de los lenguajes se ocupa de mostrar qué sentidos quedan excluidos de dicho proceso e intenta explicar por qué algunos sentidos se jerarquizan por sobre otros. En otras palabras, hace hincapié en los efectos de sobredeterminación, exclusión e intentos de articulación de sentido, antes que en la unificación entendida como totalización.

La segunda diferencia consiste en el lugar que ocupa la pragmática en relación a la política y al lenguaje. Como hicimos referencia en el tercer apartado, si para una perspectiva posfundacional de lo político existen universales, o conceptos hegemónicos, ellos no asumen un carácter unívoco y transparente, sino todo lo contrario. Aquí aparece una toma de distancia importante en relación a la historia conceptual que promueve un análisis acentuando el nivel semántico del lenguaje por sobre la pragmática. El énfasis en el uso que se hace de los lenguajes es la falta que viene a complementar Skinner al recuperar la pragmática wittgensteniana. Dicho en otras palabras, la perspectiva de los conceptos se focaliza más en la pregunta por el qué quiere decir tal concepto en tal situación, y deja en un segundo plano el por qué quiere decir eso en ese momento particular. Esta última es la pregunta que retoma la perspectiva de los lenguajes políticos, más preocupada por indagar cómo se va recomponiendo históricamente el suelo de problemáticas subyacentes en función del cual se despliega el debate político, que por describir cómo se transforman objetivamente los lenguajes a través del tiempo.

Vinculado con lo anterior, la perspectiva de Koselleck genera un punto problemático entre los dos requisitos indispensables que él mismo estipula para poder hablar de los conceptos: la totalidad de la significación y la polisemia de los sentidos. Creemos que el modo en que una perspectiva posfundacional aborda la relación entre lo universal y lo particular en la construcción de la significación, entendida como proceso político, puede ser un aporte interesante para pensar la totalización como una estabilización precaria de sentido que resulta de la existencia de un principio de articulación precario y contingente. Esto es lo que desde la teoría de la hegemonía ha sido entendido como articulación hegemónica en torno a un significante vacío. Por ello consideramos que una perspectiva de los lenguajes políticos, al incorporar los aportes del posfundacionalismo, nos permite poner el acento en el carácter polémico de los conceptos, en la ambigüedad constitutiva de sus sentidos y en la contingencia radical del proceso de significación. Este sería un nuevo modo de plantear lo que en este trabajo hemos denominado, junto a Koselleck, “el hiato entre las situaciones sociales y el uso lingüístico que tiende a ellas o que las trasciende” (1993, p. 119). La tensión constitutiva entre historia social e historia conceptual es lo que, desde una concepción política de la significación, se reivindica como la relación de contingencia radical entre significante y significado. Recordemos que la construcción de sentido de un significante –de un universal, decíamos en el segundo apartado– es siempre un acto arbitrario, en el que los usos del lenguaje ocupan un rol fundamental en la lucha por la fijación de sentido, que, a su vez, excluye otros significados posibles. Así, la dimensión polémica –política– se define siempre en la posibilidad de establecer límites a la significación, a la vez que se vuelve una propiedad inherente de todo concepto en la medida en que éste puede querer decir muchas cosas distintas al mismo tiempo. De ahí la importancia de la pragmática; es decir, de indagar cómo se usa un término y para decir/hacer qué cosas. Privilegiar la pragmática por sobre la semántica revalorizaría la propia apuesta de Kosseleck por rescatar la historicidad de los conceptos. Pensar, como nos sugiere el autor, que todo concepto contiene sentidos sedimentados correspondientes a otras circunstancias de enunciación, nos puede ayudar a indagar por qué un concepto que ha dejado de utilizarse en un determinado momento histórico puede volver a ser usado en un tiempo y en un contexto distinto de aquellos en los que se gestó.8 Además, esto nos permite sostener el carácter histórico de los conceptos de un modo en que la historia no sea pensada linealmente, siendo el contenido de los conceptos una acumulación de significados pasados. Por el contrario, se trata de recuperar una historicidad construida en pliegues, rupturas y resignificaciones de sentidos del pasado en el presente, pero sin postular vínculos lógicos y necesarios entre ambos momentos históricos.

Llegados a este punto, quisiéramos avanzar en nuestro argumento sosteniendo que el paso de los conceptos a los lenguajes políticos nos permite explotar los presupuestos aportados por la nueva historia intelectual y adoptados también por el posfundacionalismo, a saber: la contingencia y la pragmática. Y nos permite dar un paso más, habilitándonos a poner en cuestión una dicotomía que, a pesar de los esfuerzos señalados, sigue operando para la nueva historia intelectual. Porque tanto en el planteo de Skinner como en el de Koselleck, lenguaje y contexto aparecen como realidades distintas que se relacionan contingentemente entre sí, pero sin explicar cómo lo hacen. Si bien es claro que para Skinner no existe determinación entre historia política e historia intelectual, del mismo modo en que para Koselleck tampoco la hay entre historia social e historia conceptual, en ambos planteos no queda claro cómo ellas se constituyen como realidades significativas. Precisamente por ello creemos que el aporte de una perspectiva posfundacional implicaría reconocer la contingencia como inherente al proceso de significación y, por tanto, como constitutiva de los procesos socio-políticos. Esto, de algún modo, nos evitaría trazar la diferencia entre lenguaje y contexto como situaciones separadas y articuladas, y nos habilitaría a entenderlas como mutuamente implicadas en la medida en que, como sostiene Laclau, “toda configuración social es una configuración significativa” (2000, p. 114). Consideramos que es allí donde radica el potencial político ya no de la relación, sino de la constitución del sentido a través del lenguaje que se vuelve inseparable de la cosa misma. Entendiendo por político aquello que el posfundacionalismo señala como una lógica siempre inestable entre lo universal y lo particular y lo que, desde una perspectiva de la significación, se identifica con el momento de la fijación parcial del sentido de un significante, que al mismo tiempo genera la disrupción y la polémica respecto de otro/s sentido/s posible/s.

Por lo dicho hasta aquí, creemos que, más que hacer una historia que analice el proceso por el cual una palabra se transforma en concepto –que es el meollo del proyecto koselleckiano–, nos resulta más productivo reivindicar una perspectiva que enfatice la complejidad de la construcción de los lenguajes políticos, y dé cuenta de las tensiones que los habitan. Se trata de abordar el carácter abierto y precario de los lenguajes y el modo en que ellos articulan los sentidos de los conceptos. En este marco, al poner el acento en el proceso de construcción de sentido y no en el seguimiento del cambio de sentido de un concepto en períodos prolongados9, una mirada política de los lenguajes abre la posibilidad de analizar la construcción de sentido de los hechos socio-políticos en períodos más cortos de tiempo y en contextos más acotados.10 Así, el análisis diacrónico no se convertiría en un requisito fundamental de la perspectiva de los lenguajes políticos y el análisis sincrónico sería relevante en la medida en que el contexto es entendido como parte constitutiva del proceso de significación y no como una realidad externa a él. En síntesis, una mirada teórico-política no estaría tan preocupada por rastrear los usos pasados de un concepto para ver en qué medida ellos se adecuan o no en el presente. Ello correría el riesgo de suponer que los usos pasados fueron más verdaderos o adecuados que los actuales. Una perspectiva posfundacional de los lenguajes políticos evitaría la pregunta por la verdad o la correspondencia, y se ocuparía de analizar cómo son usados los conceptos y para decir/hacer qué cosas. Inclusive, esta perspectiva estaría más atenta a los efectos de dislocación del sentido que ciertos conceptos provocan cuando irrumpen imprevistamente en un determinado contexto socio-político, o cuando desafían el uso convencional que se hacía de ellos. Este triple movimiento que consiste en generar una ruptura, fijando un sentido y excluyendo otros, revela una concepción de la política.

Sobre la base de esto último, quisiéramos sugerir también que la noción de significante se complementa mejor con los lenguajes políticos en la medida en que, al soslayar la idea de totalidad, da cuenta del carácter contingente del proceso de construcción de sentido. Esto es lo que hace posible que un mismo significante –pongamos por caso: democracia, justicia, igualdad, Estado, república– pueda ser reapropiado por distintos lenguajes políticos –por ejemplo, el liberalismo, o el republicanismo, o el socialismo– y resignificado en función de cómo y para argumentar qué es usado. En esta clave es que los lenguajes políticos pueden ser entendidos como un conjunto complejo de conceptos, prácticas y sentidos que se vinculan entre sí ambiguamente. Una perspectiva de los lenguajes políticos que incorpore el carácter indeterminado de la relación entre significante y significado, y que vea ahí toda su potencialidad política, nos ubica en un lugar distinto al de la historia intelectual y al de la historia conceptual, incorporando sus aportes centrales, y avanzando sobre sus inconsistencias. Nos mueve a adoptar otra perspectiva de análisis y a concebir de otro modo el proceso de investigación porque nos propone cambiar la pregunta del cómo –que implicaría una actitud descriptiva sobre cómo un concepto fue cambiando de significado o cómo una idea se fue manteniendo a lo largo del tiempo– a la pregunta por el por qué y el para qué. Sólo así será posible indagar por qué un significante no puede agotar nunca la totalidad de un significado, y buscar las razones que le impiden alcanzar su plenitud semántica.

En definitiva, una concepción de los lenguajes políticos que se reapropie de una visión posfundacional nos permite mostrar el carácter conflictivo de todo proceso de significación y la tensión inherente que constituye la articulación entre conceptos, lenguajes, prácticas, significados e historia. Una teoría política de los lenguajes políticos concebida en estos términos nos ayudaría a pensar mejor los problemas y las tensiones de nuestra historia política pasada y reciente. Desde esta lógica podríamos construir un análisis de la historia en torno a los momentos políticos que la constituyen, enfatizando tanto en los aspectos de disrupción como en los de rearticulación de sentido; esto es, indagando la historia en su estructura aporética.

Notas

* Este trabajo es una versión corregida del que fue presentado en el XIV Congreso Mundial Anual de Historia Conceptual “Inestabilidad y cambios de los conceptos. Desplazamientos semánticos, traslados, ambigüedades, contradicciones”, organizado por el Centro de Historia Intelectual de la Universidad Nacional de Quilmes y el History of Political and Social Concepts Group. Buenos Aires, del 8 al 10 de septiembre de 2011.

1 Para ilustrar esta idea Ludwig Wittgenstein nos propone pensar al lenguaje, o mejor, los juegos de lenguaje, como si fueran una caja de herramientas. En ella, nos dice, “hay un martillo, tenazas, una sierra, un destornillador, una regla, un tarro de cola, clavos, tornillos. Tan diversas como las funciones de esos objetos son las funciones de las palabras. Ciertamente lo que nos desconcierta es la uniformidad de sus apariencias cuando las palabras nos son dichas o las encontramos escritas o impresas. Pero su empleo no se nos presenta tan claramente” (1988, p. 27). En conclusión, los sentidos de las palabras no sólo se definen contextualmente sino también, y por sobre todo, pragmáticamente. Ni las palabras ni los juegos de lenguaje poseen una sola significación: ella es construida en la práctica; es decir, en el uso que los agentes hacen de ellas en un momento y en un contexto específico.

2 Un significante vacío es, en el sentido estricto del término, un significante sin significado intrínseco. Esto puede implicar: a) que el mismo significante puede ser vinculado a distintos significados en diferentes contextos –aunque en este caso más que vacío el significante sería equívoco– y b) que el significante no sea equívoco sino más bien ambiguo; es decir, que una sobredeterminación o una subdeterminación de significados impidiera fijarlo plenamente. Sin embargo, el propio Laclau sostiene que este carácter flotante del significante aún no lo hace vacío. En consecuencia, “un significante vacío solo puede surgir si la significación en cuanto tal está habitada por una imposibilidad estructural, y si esta imposibilidad sólo puede significarse a sí misma como interrupción (subversión, distorsión, etc.) de la estructura del signo” (Laclau, 1996, p. 70).

3 La relación que desde la teoría de la hegemonía se establece entre las nociones de cadena de equivalencia y significante vacío puede resumirse del siguiente modo: un significante se vuelve tal cuando, en el marco de una relación de equivalencia entre una multiplicidad de identidades, una de ellas logra encarnar la representación colectiva de todas las demás. El momento hegemónico acontece cuando alguna de las identidades diferenciales logra vaciarse de su significado particular y convertirse en el significante de una falta, de una totalidad ausente, que no puede ser prevista de antemano, pero que sin embargo es requerida por el sistema. El hecho de que ninguna de las identidades en lucha esté predeterminada a cumplir el papel del significante es lo que hace posible la hegemonía. El acto por el cual se instituye la significación, es decir, el momento en que un significante adquiere un significado particular es el momento político de la hegemonía (Laclau, 1996, pp. 76-80).

4 Las referencias más importantes de estas tradiciones de la filosofía y de la teoría política contemporáneas las encontramos en los trabajos de Derrida, Rancière, Nancy, Badiou, Laclau. A pesar de las especificidades de cada uno de los planteos, y de las diferencias que comportan entre sí, todos construyen sus teorías basándose en gran medida en el legado de Heidegger; de ahí que Marchart los reúna bajo el calificativo de “heideggerianos de izquierda”. Ello se pone de manifiesto en el uso de las figuras de la contingencia o infundabilidad, pero también en el empleo de la diferencia y del antagonismo como constitutivos de la política. En dichas teorías hay una serie de usos de la noción de lo político –sea como racionalidad lógica o específica, como esfera pública o como acontecimiento que escapa por completo a la significación–, los cuales se ensamblan no por un marco conceptual global, sino por la “relación”, compartida por todos, con un fundamento ausente (Marchart, 2009, pp. 17-18).

5 La referencia fundamental de esta operación teórica la encontramos en los planteos de Carl Schmitt. El autor construye la distinción amigo-enemigo como criterio central para delimitar la especificidad de lo político. Esta distinción adquiere un sentido concreto y existencial; es decir, indica una realidad óntica. En El concepto de lo político se ocupa de explicarnos el sentido de esta especificidad, de su autonomía y de su primacía en lo que respecta a su potencial para colonizar lo social. Allí nos dice: “Lo político puede extraer su fuerza de los ámbitos más diversos de la vida humana, de antagonismos religiosos, económicos, morales, etc. Por sí mismo, lo político no acota un campo propio de la realidad, sino sólo un cierto grado de intensidad de la asociación o disociación de los hombres. Sus motivos pueden ser de naturaleza, religiosa, nacional, etc. y tener como consecuencia en cada momento y época uniones y separaciones diferentes. La agrupación real entre amigos y enemigos es en el plano del ser algo tan fuerte y decisivo que, en el momento en que una oposición produce una agrupación de esa índole pasan a segundo plano los criterios «puramente» religiosos, «puramente» morales y «puramente» económicos y dicha agrupación queda sometida a las condiciones y consecuencias totalmente nuevas y peculiares de una situación convertida en política” (Schmitt, 2009, p. 68). Como vemos, la especificidad de lo político no está puesta en un contenido sino en la intensidad de una relación antagónica; de ahí que el carácter político de una relación no se define por el lugar que este ocupa en el todo social sino por la fuerza que adquiere en la reagrupación de los hombres en términos de la dicotomía nosotros-ellos. Con ello, cualquier ámbito de la vida puede convertirse, potencialmente, en la nueva sustancia de la unidad política.

6 Cabe destacar que este es el sentido en que Lefort (2004) presenta la diferencia entre una ciencia de la política que se ocupa de indagar las actividades dentro de los sistemas sociales y de describir la supuesta objetividad de esos sistemas, y un pensamiento sobre lo político que se ocupa de indagar cómo opera el principio de diferenciación entre esas esferas. Interpretar lo político significa preguntarse cuál es la naturaleza de la diferencia entre las formas de sociedad, y no dar por sentada la diferencia para intentar reunirla en una totalidad que la contenga.

7 Utilizamos el concepto de verificación en el sentido en que nos sugiere hacerlo Rancière (2000; 2007); es decir, no como un ejercicio de comprobación empírica que indica si la realidad se adecua a la teoría o a las categorías que usamos para significarla. “Verificar” quiere decir poner en evidencia un conflicto, un desacuerdo. Desde esta concepción, el sentido de los conceptos políticos se define siempre, parcialmente, en lo que el autor francés entiende como el litigio entre los actores que participan del proceso político. Es en el desacuerdo que se ponen en cuestión los sentidos de la igualdad, la justicia o la libertad en relación a una decisión política y las reacciones que ella genera en una sociedad en un momento histórico determinado.

8 Este señalamiento cobra especial relevancia, por ejemplo, en los debates contemporáneos sobre el carácter populista o socialista de los actuales gobiernos latinoamericanos. En estos debates se revitaliza la adecuación de los conceptos populismo o socialismo para caracterizar a las nuevas experiencias gubernamentales surgidas desde el año 2000 en adelante en los países de América del Sur. Desde las ciencias sociales en general, y desde la ciencia política en particular, se han ensayado una multiplicidad de argumentos en favor y en contra de la utilización de estos conceptos. A ello se ha sumado el propio sentido que los actores les otorgan en el ejercicio de la práctica política misma –por ejemplo, en los discursos presidenciales. Ambos movimientos han promovido la necesidad de repensar el sentido de los conceptos, de problematizar en qué medida ellos forman parte de un momento histórico particular –caracterizado por un determinado modelo de acumulación, por un tipo de liderazgo o por un modelo de Estado– o pueden ser traspolados en virtud de que designan una lógica política y no un contenido predeterminado de las prácticas políticas particulares.

9 Nos referimos por ejemplo a los estudios sobre los fundamentos del pensamiento político moderno (Skinner, 1993), o sobre los cambios de la palabra Estado desde Maquiavelo hasta Hobbes (Skinner, 2003). También a los estudios sobre la historia política del siglo XIX latinoamericano, o más concretamente, sobre las revoluciones por la independencia en América Latina (Scavino, 2010). Se trata de estudios históricos en los que, a pesar de hacer hincapié en la reconstrucción de los contextos, hay un fuerte énfasis en la dimensión del tiempo. Son análisis que comprenden períodos prolongados, y es el elemento diacrónico requisito fundamental del enfoque historiográfico, ya sea para evaluar la estabilidad, la alteración parcial o la transformación total del sentido de un concepto.

10 Hemos intentado hacer este ejercicio en nuestra tesis doctoral “Los lenguajes políticos de la democracia...” (Reano, 2011) al analizar cómo se fue construyendo la idea de democracia como significante hegemónico de los años ochenta en la Argentina. Para ello nos focalizamos en una parte del debate político intelectual suscitado entre los años 1979 y 1989. Establecimos la articulación entre los discursos del presidente Raúl Alfonsín con la palabra de los intelectuales, centrándonos en los artículos publicados en las revistas Controversia (México, 1979-1981), Unidos (Argentina, 1983-1991) y La Ciudad Futura (Argentina, 1986-1990). Nos ocupamos de mostrar que el sentido de la democracia no surgió asociado a un significado unívoco y transparente sino que fue producto de la disputa y de la articulación contingente entre distintos lenguajes políticos. Es decir, que fue producto de una tensión entre una compleja diversidad de significados, asociados a tradiciones políticas que antaño parecían irreconciliables y que comenzaban a revisar algunas de sus ideas para pensar el contexto político post-dictadura militar. En definitiva, este trabajo implicó un esfuerzo por articular una lectura de la transición democrática en clave de teoría política con una mirada de los lenguajes políticos, tal como hemos sugerido en este artículo.

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Recibido: 18 de abril de 2012.

Aceptado: 17 de octubre de 2012

Publicado: 22 de noviembre de 2013.

 

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