Revista de Filosofía y Teoría Política , no. 45, 2014. ISSN 2314-2553
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Departamento de Filosofía

 

ARTICULOS / ARTICLES

 

Leerse a sí mismo: hermenéutica, política y retórica en Thomas Hobbes

 

María José Rossi

Universidad de Buenos Aires (UBA)
Argentina
majorossi@hotmail.com

 

Cita sugerida: Rossi, M. J. (2014). Leerse a sí mismo: hermenéutica, política y retórica en Thomas Hobbes. Revista de Filosofía y Teoría Política, (45). Recuperado de: http://www.rfytp.fahce.unlp.edu.ar/article/view/RFyTPn45a05

 

Resumen
El reconocimiento del conflicto como realidad constitutiva de lo humano y la necesidad de un cierre que pasa por la fijación de la palabra justa encuentran en Hobbes su primera formulación. El pasaje de la instancia retórico-interpretativa a la axiomático-científica se da en Leviatan a través de tres momentos: introspectivo, contractual, estadual; su despliegue permite reconocer a la hermenéutica como resorte imprescindible para la implantación de un orden político fundado en la articulación entre ser (una antropología), decir (una retórica) y actuar (una praxis). El intérprete resulta así un operador clave en el ajuste de las instancias natural y político-social.

Palabras clave: Hobbes; Hermenéutica; Política

 

To read oneself: hermeneutics, politics and rhetoric in Thomas Hobbes

Abstract
The identification of conflict as a constitutive element of the human, and the need for a closure involving the need for the right word, find in Hobbes their first formulation. The passage from the rhetorical-interpretive to the scientific-axiomatic appears in Leviathan in three moments (introspection, contract, state). The unfolding of these moments shows Hermeneutics as a necessary tool for the implantation of a political order founded on the articulation of being (an anthropology), saying (a rhetoric) and acting (a praxis). The interpreter thus turns out to be a key operator in bringing together the natural and the sociopolitical.

Keywords: Hobbes; Hermeneutics; Politics

 

Preliminares

Hace tiempo que la hermenéutica mantiene con la política una complicidad de fondo. No más remitirse a los albores de la modernidad, cuando Hobbes recomienda leer dentro de sí para conocer el alma humana y descubrir los principios que convienen a un gobierno eficaz. Léete a ti mismo, exhorta en la Introducción al Leviatán, después de haber sentenciado que “la sabiduría no se adquiere leyendo en los libros sino en los hombres” (Hobbes, 1987, p. 4).

No se ha prestado debida atención a esas sabias palabras. Se ha hecho de Hobbes un científico social perspicaz; se ha insistido, con toda razón, en señalar que los principios del mecanicismo constituyen la columna vertebral de su Leviatán; su materialismo fisicalista es innegable a la hora de encontrar un marco filosófico adecuado para comprender el modo en que aborda las pasiones humanas (Bobbio, 1989; Kauka, 1986; Hampton, 1986; Gauthier, 1969). Y sin embargo, ya en las primeras páginas, antes de que toda la retahíla científica se precipite con el rigor y la intensidad que lo caracterizan, Hobbes hace de la interpretación el fundamento mismo de la política: no se es buen político si no se es un buen hermeneuta (Astorga, 2000; Zarka, 1997). Alguien que sabe leer. Y saber leer es desenmascarar el corazón humano, pasar por alto sus falsos brillos y descubrir, en el palimpsesto del alma, los caracteres originarios de la escritura de la naturaleza: “los caracteres del corazón humano, borrosos y encubiertos, como están, por el disimulo, la falacia, la ficción y las erróneas doctrinas, resultan únicamente legibles para quien investiga los corazones” (Hobbes, 1987, p. 4). El movimiento es doble: al hacer descansar en el desnudamiento de la interioridad y en el anudamiento de la letra y de la ley las bases mismas de la política, Hobbes evidencia lo que la constituye ─el antagonismo─ para erradicar lo que amenaza ─la contingencia1.

Se dirá que esta es una de las formas de la hermenéutica y que aquella es una cierta manera de concebir la política. Admitamos que esto sea así: de una parte, se trata de la hermenéutica como interpretación de textos, donde la marca, la huella, los vestigios, en suma, todo lo que compone un texto escrito, constituye el campo y el límite de la práctica de lectura como prolegómeno, en este caso, de algo entendido como esencial: el ejercicio del gobierno eficaz. De otra parte, se trata de la política en el linde con la función de policía, de la política como guardiana del orden, como supo entenderlo Jacques Rancière (2007): la que se basa en el ajuste de las maneras de ser, de hacer y de decir. La continuidad de unas en otras no es difícil de conjeturar: investigar los caracteres de los corazones y facilitar su legibilidad ─tarea de la hermenéutica─ es alcanzar una manera de ser ─una antropología─ sobre cuya base se asentarán las maneras de decir ─la conformación de una lingüística apropiada─ y, como última tarea, la del hacer ─ dominio de la política─. Su trabazón ha sido (y es) el sueño político del consenso, ya sea como a priori de la comunidad de hablantes, ya sea como producto del despotismo. Soluciones muy diversas que no escapan, tanto al reconocimiento del conflicto como realidad constitutiva de lo humano y como núcleo duro de la existencia, cuanto a la necesidad de un cierre que pasa, en ambos casos, por la fijación de la palabra justa. El principio del desacuerdo encontraría así su conjuro en el anclaje definitivo de los significantes a un significado unívoco, producto de la invención o del consenso.

El propósito de este trabajo es mostrar el despliegue de la primera de estas posibilidades ─la que encuentra en la artificialidad la garantía de coherencia de las reglas─ en uno de los pensadores quizá más emblemáticos de la primera modernidad: Thomas Hobbes. Y lo hará recorriendo el pasaje que va de la hermenéutica a la ciencia, y de la ciencia a la política, como el pasaje necesario de la instancia interpretativa a la axiomática, común tanto al orden científico como al político (Astorga, 2000). Que el momento hermenéutico no sea un simple auxiliar sino un resorte imprescindible para la implantación de ese orden es la tesis que ofrece este trabajo como intento de resolución a las aporías que ─como ha sido observado por los lectores atentos del autor de Leviatán (Gauthier, 2001, 1969)─ inevitablemente genera el pasaje de la naturaleza al estado por la carencia de un lenguaje común, condición del acuerdo sobre el que deberán asentarse las relaciones futuras entre los hombres. Lo que aquí sostenemos es que es la existencia del intérprete ─que además de ser un lector perspicaz, es un comunicador eficiente o mejor, un retórico persuasivo, alguien no sólo capaz de arbitrar los medios para conjurar lo que nos destruye sino de oficiar de árbitro entre los hombres─ la que consigue anudar los dos momentos: el ‘natural’ y el ‘social’. El intérprete operaría así como articulador de los términos explícitos e implícitos que presiden el acuerdo y el que facilita, a través de la lectura de las señales y de los actos de consentimiento u omisión, el pasaje a una vida política fundada en reglas. El que, abocado a la tarea de persuasión, va a asegurar la paz en la dictadura del sentido.

La intervención de este hermeneuta eficaz va a constatarse en tres momentos clave del despliegue hobbesiano, los que habrán de estructurar el desarrollo de este trabajo en tres partes: a) un momento ‘fuera’ del tiempo político, sustraído de la historia, equivalente al grado cero en que, en una operación de demolición similar, Descartes emprende su propia meditación, y cuyo lugar, precisamente por hallarse fuera, sólo puede ser la interioridad puesta a reparo de lo público: momento introspectivo del filósofo; b) el que corresponde al pasaje del estado de caos a la sociedad civil, en el que tiene lugar la decodificación de lo explícito y lo implícito en el médium de un lenguaje cuya matriz preside la combinatoria de los códigos: momento del pacto. Pero, como veremos, estaríamos muy lejos de comprender el proyecto hobbesiano si entendiésemos que ese momento sigue de modo secuencial al estado de naturaleza. La instancia del pacto es la que está exigiendo Hobbes a sus contemporáneos; o mejor: es la que nos exige a nosotros mismos como lectores del Leviatán. Si el antagonismo es la lógica misma de lo político, los pactos habrán de ser una celebración necesaria, recurrente, contemporánea y perentoria en la vida de los hombres. El propio Hobbes sería, en este sentido, quien interpreta para nosotros un estado de cosas para que podamos entender racionalmente la necesidad de pactar; el que, en consecuencia, se constituye en catalizador capaz de acelerar la reacción en un campo de fuerzas dominado por el conflicto. También aquí el intérprete está, de algún modo ‘fuera’ del estado de cosas; es quien de modo extrínseco excentricidad que va a repetirse como fórmula de resolución de la conflictividad a través de la figura externa o excepcional del soberano nos esclarece respecto de una situación de hecho; y finalmente c) el que conoce la larga duración, la que sigue al contrato como condición de posibilidad de la estabilidad: momento del Estado, de la actividad persuasiva y de la implantación del nombre propio, de la artificialidad estatuida, del orden y la paz, que requieren de la presencia constante del intérprete para la comprensión de las reglas inherentes a la organización civil.

El papel que se confiere a este traductor e intérprete de lo dicho y de lo no dicho crece a medida que nos acercamos a la obra de madurez del autor. Del De Cive (publicado en 1642) al Leviatán (de 1651) se percibe un cambio de tono en lo que atañe al lugar que ocupan la interpretación y la comprensión, llamadas a cumplir un papel crucial en la construcción de lo político. Papel análogo se asigna al lenguaje, estrechamente vinculado con la actividad interpretativa2. Como se verá, la importancia de la palabra cobra en el Leviatán una presencia y una magnitud apenas insinuadas en escritos anteriores, al punto de que toda la solidez de ese dios mortal parece asentarse en la nervadura de las buenas denominaciones, garante contra el peligro que acecha: la sedición. Pero la palabra debe apoyarse en la espada: “Covenants without the Sword are but Words” (Hobbes, 1996, p 117). La perturbación en el orden del logos convoca el uso de la fuerza. En tal sentido, que sword y words hallen en el espacio de la escritura una fraternidad que rehúsan la diplomacia y la política ‘bien entendida’ no parece casual: implica la administración eficiente de lo que sólo en estado de dispersión resta. Y es que puesta del lado de las fuerzas llamadas a someter la contingencia, la violencia asegura que la palabra no pierda la medida, que no quede a merced de los que la desvirtúan con otros propósitos que no son, paradójicamente, los de la paz (¿no hay acaso un cierto virtuosismo en el intento de Hobbes de purificar las palabras de los malos entendidos?). El uso de la paronomasia es indicio, como veremos, de la presencia creciente de la retórica como parte del dispositivo de persuasión que, además de convertirse en uno de los principales medios de propagación al servicio de la razón, es el instrumento utilizado por Hobbes para convencernos de la necesidad de un poder civil que combine la gramática y la violencia3. De este modo, la política parece encontrar su propio antídoto contra la interrupción del orden. Y lo encuentra precisamente en aquél que ha sabido reconocer en la distorsión4 ─para utilizar un concepto que hace a la actualidad de lo que aquí se trata─ la llave de los asuntos humanos.

El primer momento: el alma, el texto

…Existe un dicho acreditado según el cual la sabiduría se adquiere no ya leyendo en los libros sino en los hombres… Pero existe otro dicho mucho más antiguo, en virtud del cual los hombres pueden aprender a leerse fielmente uno al otro si se toman la pena de hacerlo; es el nosce te ipsum, léete a ti mismo. (Hobbes, 1987, p. 4).

Fundada en la analogía tácita del alma con el texto, la lectura de sí que Hobbes emprende presupone una escritura común al género humano cuya legibilidad se ve garantizada por el rigor metodológico que adopte el ejercicio introspectivo. El protocolo hermenéutico no tiene aquí los rasgos que va a adquirir mucho después para diferenciarse del ideal metódico de las ciencias naturales sino que, por el contrario, tiene la misma pretensión de certeza y exactitud que el Sidereus Nuncius de Galileo. Va a implicar internarse tanto en el territorio de la física ─cuando se trate de escrutar todo lo relativo a los deseos, disposiciones y pasiones─ como en el de la philosophia civilis─cuando se trate de sus hábitos, virtudes y vicios─; en suma, de esa ciencia intermedia que es la antropología, ciencia del cuerpo y del alma humanos (Riedel, 1977). Como toda incursión que pretenda validez universal, se requiere de la capacidad de abstraer, de la que surge la uniforme igualdad de lo distinto:

por la semejanza de los pensamientos y de las pasiones de un hombre con los pensamientos y pasiones de otro, quien se mire a sí mismo y considere lo que hace cuando piensa, opina, razona, espera, teme, etc., y por qué razones, podrá leer y saber, por consiguiente, cuáles son los pensamientos y pasiones de los demás hombres en ocasiones parecidas. (Hobbes, 1987, p. 4).

No hace falta salir de sí para comprobar la igualdad fundamental del género humano, no es necesario apelar a ninguna empatía: basta con la simple introspección para cerciorarse de que, “en ocasiones parecidas”, es decir, dadas determinadas condiciones, los efectos relativos a los pensamientos y pasiones humanas van a ser similares en todo respecto.

Caracterizado por su rigor, el acto de leer en sí mismo se identifica además con el más soberano de los actos, el que anuncia la gracia de una capacidad de mando de que carecen el común de los mortales cuando se tiene la audacia de penetrar los misterios del alma humana a través de ese viaje interior del que normalmente nos ponen a salvo las convenciones de la vida social, cuando se logra atravesar las murallas que levantan, en mutua colaboración, el tiempo y los hábitos. Todo radica en saber leer, en tomarse el trabajo de hacerlo, “en sí mismo, no a este o aquel hombre, sino a la humanidad”. No se requiere otra cosa más que una esmerada atención, una actitud vigilante hacia los pliegues del alma, una fina observación de los matices y recovecos de las emociones, el seguimiento pertinaz de la secuencia que alcanza el movimiento en la sensación: la naturaleza, finalmente, es la que imprime los caracteres indelebles que instruyen el funcionamiento del cuerpo y del alma. No hay superficie capaz de sustraerse al cincel de ese autor prodigioso, no hay masa ni materia que no se dejen transformar en máquinas perfectas. No hay misterio que sobreviva a la fabricación en serie de los cuerpos. Pero la analogía con el libro sugiere que el alma es el recinto último de las marcas y de los signos cuya materialidad significante alcanza para componer el texto sobre el que va a fundarse el Estado moderno. Es a esas huellas a las que el soberano debe prestar atención para elaborar el vocabulario adecuado y fijar el significado de las palabras cuya sintonía con los estertores del alma serán garantía contra la confusión y la anarquía5. De este modo, lo que precede la institución de la palabra para impedir que la inestabilidad se transfiera al orden de lo político y se transforme en desorden y sedición es la lectura de lo ya inscripto. Es atender a un lenguaje que ya reside en el interior de las cosas antes de que el lenguaje artificial, fabricado por el soberano6, se superponga al único lenguaje natural. Si el vocabulario conveniente del gobernante es la prótesis que el cuerpo social necesita ─porque él mismo es artefacto, invención, artificio─, un lenguaje más profundo, secreto, sólo accesible al que sabe leer, circula por las venas del Leviatán. Es el lenguaje de las pasiones y el lenguaje de los deseos7, lenguaje originario, anterior al lenguaje como invención, anterior incluso al lenguaje primitivo, el creado por Dios8. Y si un tipo de ley (la ley de la naturaleza) parece insinuar un dominio distinto del de la escritura, prescindente de la letra, ella no carece de registro en el que fundar la correcta comprensión en la que descansa la soberanía: también la naturaleza se las ingenia para asegurar la persistencia de sus designios en unos trazos visibles.

Pero su revelación se reserva al soberano, o mejor: al que sabe leer. Con los recursos que le ofrecen los recuerdos, con las reliquias que deja la fantasía, con una imaginación capaz de fingir un mundo aniquilado9 como ejercicio deconstructivo, y la prudencia que recomienda atender a los signos para ser capaz de “avizorar el tiempo futuro” (Hobbes, 1987, p. 19), el soberano puede considerarse listo para leer el alma humana, abandonar los significados establecidos que aturden y desvían, y crear enteramente de nuevo una nueva realidad, un maravilloso cuerpo artificial cuyos resortes está en condiciones de controlar porque él mismo no es otra cosa que el demiurgo del sentido: para Hobbes, la única realidad domeñable es la que fabricamos nosotros mismos.

Ahora bien, ¿qué es exactamente lo que está llamado a descubrir el sabio hobbesiano? ¿Qué es lo que encuentra al leer?

Muy rápidamente, y sin pretensiones de agotar aquí lo que es el núcleo de la antropología hobbesiana, lo que la correcta lectura del alma lo lleva a descubrir no es otra cosa que las causas de la discordia: la desconfianza, la competencia y la gloria10. Dejamos por el momento a un lado las dos últimas, por considerarlas contenidos específicos de relaciones sociales determinadas, ubicables históricamente: la competencia, en las relaciones de rivalidad capitalista; la gloria, en las reglas de la sociedad aristocrática y preburguesa. Nos quedamos, en cambio, con la primera, por considerar que se inscribe dentro de la esfera de los comportamientos más generalizables, como “la forma general de las relaciones entre los hombres” (Rinesi, 2003, p. 178).

La desconfianza en todas sus formas se extiende desde el estado de naturaleza hasta la sociedad civil, perpetuándose aun allí donde un poder más fuerte ─o precisamente a causa de este poder, que sabe capitalizarlo y utilizarlo a su favor─ es capaz de mitigar sus efectos más negativos. Con todo, ella no es la pasión más originaria, y en su carácter derivado está la clave del comportamiento humano en su linde con el comportamiento animal. Porque anterior a la desconfianza es el miedo, lo que nos iguala porque lo tenemos todos. No es necesario ir más allá de sí mismo para comprobar su presencia perturbadora. El miedo es lo más natural, lo más humano y lo más animal. Hegel ubicó el miedo como factor decisivo del desenlace de la lucha por la supervivencia, como principio de la relación de la esclavitud y el señorío. Del mismo modo, para Hobbes, la posibilidad de la eliminación violenta es la que está en el fondo del alma de todo hombre, del que teme que el otro sea un enemigo potencial que, para conseguir sus fines, puede arrebatarle la vida11. Es el miedo ese fondo profundo y la mayor parte de las veces, imaginario, cuando se transforma en pánico o temor irracional, la clave para la manipulación de las almas; y poner en guardia, alertar, capitalizar su potencial es la estrategia que el soberano debe poner en juego para anticiparse y vencer los subterfugios que las facciones utilizan para impulsarlo y administrarlo, convirtiéndose así en propulsoras del estado de naturaleza. De este modo, lo que se concibe como un estado lógico anterior o un momento hipotético no es sino una realidad actuante (o latente). Si ese factor de seductora y sediciosa capacidad de persuasión está representado por la existencia de uno o varios partidos al interior del Estado, por las facciones12, y que, entre ellas, la más perjudicial y nefasta sea el clero, es algo que no debe sorprendernos. ¿No es acaso el clero el más eficiente monopolizador de la palabra, el que detenta su poder porque tiene el dominio del alma, porque conoce sus recovecos y resortes, porque sabe cómo manipular el miedo? Hobbes lo sabe, y por eso arremete:

Muchos hombres que son de suyo muy afectos a la sociedad civil cooperan, por falta de conocimiento, en disponer a los súbditos a la sedición, cuando en las escuelas enseñan a los jóvenes doctrinas que coinciden con las que ya hemos expuesto, o se las predican a todo el mundo desde el púlpito. Quienes desean que una tal disposición pase de la potencia al acto ponen todos sus esfuerzos en esto: primero, en reunir a todos los descontentos en una facción y en una conspiración; después, en que ellos mismos tengan mano principalmente en dicha facción. Los reúnen, pues en una facción, y ellos se nombran a sí mismos intermediarios e intérpretes de las acciones de los individuos particulares… (Hobbes, 2000, p. 208)

Volvamos a la última expresión: “ellos [los que hablan desde el púlpito, los jefes de facción] se nombran a sí mismos intermediarios e intérpretes”. Para que ello no ocurra, es el soberano quien debe tener el monopolio de la interpretación y administrar esa dosis de violencia que es inherente a toda construcción política. El verbo y el terror13 deben quedar del lado del poder civil, una vez aceitados los dispositivos que tienen lugar en el segundo momento: el del pasaje de la palabra insegura a la lingüisticidad soberana.

El segundo momento: el logos, la política

Comencemos por lo básico: no hay para Hobbes buen gobierno sin una audaz, pero premeditada, operación de asignación de sentido (Zarka, 1997). Que debe ser una creación y sutil obra maestra que contrarreste, neutralice y supere otras operaciones ya instaladas, otras fuerzas que se le oponen, otros recursos y otras tantas maneras de tener la llave del control humano.

Con esto asumimos una determinada concepción del estado de naturaleza, no reductible, como dijimos, a un estado lógico o hipotético que pudiese, secuencialmente, venir antes del estado civil. Es cierto que Hobbes recomienda el experimento mental de la aniquilación como condición de posibilidad para la imaginación de lo políticamente viable. Pero la finalidad de ese ejercicio es allanar la tarea del gobernante, permitirle tener las ideas claras. El resultado es la representación del estado de naturaleza como ausencia de unidad, y en consecuencia, de anarquía: gracias a la persuasión “de uno solo”, es decir, a la seducción que saben ejercer los jefes de camarilla, se tienen multitudes desagregadas que nada tienen que ver con el pueblo. La astucia de los líderes se combina con la insensatez de los secuaces. Este es el estado de cosas. Por eso, la materia más esquiva a la formación del Estado es la constituida por el Fool, el necio, el insensato, mezcla de incapacidad intelectual y moral14. No es a él al que hay que convencer de que es menester abandonar un estado caracterizado por la falta (de unidad, de seguridad, de palabras consistentes, etc.), sino ─con actitud similar a la de Kant en relación con su público de lectores, los doctos─ al ciudadano, al dotado de razón, al que es posible hacer recapacitar con argumentos o persuadir con la retórica. Es necesario ‘instruirlo’ acerca de las buenas razones que inducen a la obediencia; es preciso convencerlo con argumentos de que él, en definitiva, es el creador de ese orden que lo pone a salvo del peligro y de las ventajas que da someterse al poder. Si en la etapa que va de los Elements of Laws, de 1640 al De Cive de 1642 ─como supo reconocerlo Skinner (1996)─, Hobbes desconfía de la retórica pues pone todas sus esperanzas en la sana evidencia que provee la geometría15, ya el Leviatán anuncia un cambio en ese sentido, en el que la retórica vuelve a ocupar el lugar destacado que supo tener en los comienzos del pensar hobbesiano. La paradoja es que, aunque las condene expresamente, el texto recurre a múltiples juegos de palabras y figuras retóricas: aliteración: “Elocuence is power; because it is seeming Prudence” (Hobbes, 1996, p. 70); asíndeton: “Creer, confiar, apoyarse en otro, es honrarle” (Hobbes, 1987, p. 72); metáforas (el propio Leviatán y el Beemoth, uno un monstruo marino y el otro, terrestre); repeticiones: “Elogiar a otro es honrar…” “Obedecer es honrar…” “hacer grandes dones… es honrar” (Hobbes, 1987, p. 71), la ya señalada paronomasia (words/sword).

En De Cive, Hobbes se ocupa largamente de la elocuencia, a la que reconoce ser acicate de sedición, precisamente, cuando no va unida a la prudencia. La hay, nos dice, de dos clases: la que, proviniendo de la contemplación “de las cosas mismas” y del entendimiento de las palabras “en su significado propio y preciso”, se define como una “elegante y clara expresión de los conceptos de la mente”, y la que, derivada del uso metafórico de las palabras cuando se adaptan a las pasiones, se define como la habilidad de conmoverlas. Principios verdaderos contra opinión, lógica contra retórica: cada una de ellas tiene su campo propio, ya en la deliberación, ya en la exhortación; y si atendemos a su finalidad, se trata en un caso de alcanzar la verdad, en el otro, de alzarse con la victoria. Sin prudencia, la elocuencia es veneno. Clásica condena desde los tiempos de Platón. Lo mismo en el Leviatán: en el cáp. 11 señala que ella “simula sabiduría”, y en el cáp. 25, cuando se refiere a la exhortación y a la disuasión, observa que benefician fundamentalmente a quien aconseja, no al aconsejado, y sólo operan su eficacia frente a la multitud, no ante un hombre solo capaz de examinar razones. Ella es arma de seducción. Las metáforas, las expresiones ambiguas y contradictorias, los juegos de palabras “desatan las pasiones”, cuyo lenguaje debe quedar soterrado para el buen funcionamiento del Estado. Lo mejor es que los ciudadanos se confíen a su propia conciencia, que oigan la voz de la razón16. De ahí que “renunciar al propio juicio natural”, dejándose guiar por otros, sea “un signo de locura” (Hobbes, 1987, p. 39). Hobbes es insistente al respecto:

El entendimiento de las gentes vulgares, a menos que no esté nublado por la sumisión de los poderosos, o embrollado por las opiniones de sus doctores, es, como el papel en blanco, apto para recibir cualquier cosa que la autoridad pública desee imprimir en él… Concluyo, por consiguiente, que en la instrucción del pueblo en los derechos esenciales (…) de la soberanía, no existe dificultad sino que la procede de sus propias faltas…; por consiguiente es su deber inducirlos a recibir esta instrucción. (Hobbes, 1987, pp. 277-278)

El propio texto del Leviatán forma parte de esta intención pedagógica. O más bien: es Hobbes mismo, como señalábamos anteriormente, quien se erige en intérprete de una situación que no parece ser exclusiva del momento histórico que le toca vivir (aunque esa sea su preocupación específica) sino constitutiva de la lógica de lo social. Su problema no es entonces explicar, según comenta Rinesi, “cómo fue que los hombres `pasaron´ un buen día de un estado natural de salvajismo a una vida política reglada, sino inducir a sus lectores a reconocer al Estado, al Leviatán, como creación suya, a reconocerse como autores de ese Leviatán, y consecuentemente como ciudadanos obligados a obedecerle” (Rinesi, 2003, p. 195). Pero ese lector es cualquier lector. La obra de Hobbes no parecería entonces, de acuerdo con esta lectura, destinada exclusivamente a sus contemporáneos sino a todo hombre dispuesto a comprender la necesidad y las ventajas de un pacto fundador como condición del orden político y como sutura de los antagonismos. No obstante, conviene no deshistorizar tan tajantemente la cuestión, pues, ¿quiénes son, efectivamente, los lectores contemporáneos de Hobbes, a quiénes dirige Hobbes su propio escrito?

De acuerdo con Leo Strauss, admitida la superioridad de la monarquía por el partido monárquico, “se trataba entonces sólo de convencer a los sostenedores de la tradición democrática” (Strauss, 2006, p. 101). Y la que sostiene la tradición democrática parlamentarista es la burguesía, avalada por el clero presbiteriano. A ella acusa Hobbes de ser promotora de la revolución, y a la que intenta convencer de que el camino que conviene a sus intereses es una monarquía fuerte. Observa Strauss (2006, p. 165):

Así, Hobbes parece ser un decidido opositor a la burguesía. Sin embargo, si se presta mayor atención, se advierte que su ataque está en realidad dirigido contra la política de la burguesía inglesa, y de ningún modo contra la burguesía en sí misma, su modo de ser o su ideal. Su palabra final no es que la burguesía sea el vehículo natural de cualquier revolución, puesto que, en tanto actúa así, lo hace contra sus intereses reales, y si hubiera comprendido correctamente su propio deseo de beneficio privado, obedecería incondicionalmente al poder secular.

En consecuencia, lo primero que debe entender la burguesía (o el lector virtual del Leviatán) es que es necesario deponer la vanidad y aceptar que lo único que puede convenir a sus intereses es declinar todo intento de compromiso político. El ideal no es la conformación de una comunidad formada por lazos orgánicos entre los individuos entre sí y con el poder civil, sino la generación de una conducta ‘legal’, de mera conformidad externa, en “una sociedad de singulares inconexos” (Wolin, 2001, p. 293). Esto sólo puede ser escuchado y comprendido por un sujeto burgués. No apoyo activo sino dependencia de individuos aislados sin comunidad, sin sentido de participación auténtica, amarrados a un poder por el temor y el cuidado de sus propios intereses egoístas. Así es el interlocutor hobbesiano. Así se piensa a sí mismo.

En este escenario, está claro que el pacto no es un hecho o un acontecimiento que viniese a interrumpir un estado de cosas para inaugurar algo completamente diferente. El pacto es el ‘como si’ del ciudadano (así como para Kant era el ‘como si’ del gobernante), que debe imaginar que todo lo que hace el Leviatán es como si lo hiciese él mismo. Es el acto de reconocimiento del poder político que debe renovarse cada vez, pues por estupidez u olvido los hombres dejan de sostener a aquellos que pueden preservarlos de la destrucción recíproca. Esto es lo que Hobbes dice a sus contemporáneos y les recuerda. Él viene a interpretar esta situación, a decodificar los motivos y a mostrar las consecuencias que derivarían de la ausencia de un poder soberano capaz de mandar. Él es el intérprete de un estado de cosas y el que convierte al lector del Leviatán en interlocutor privilegiado de su exhortación. Y el que ubica a quien será el lugarteniente de la soberanía en el espacio intermedio que se configura entre el estado de la naturaleza y la sociedad civil, en el interregno del pacto. Es en ese espacio y ese tiempo donde se combinan lo explícito y lo implícito, lo latente y lo manifiesto, lo dicho expresamente o el silencio:

Los signos del contrato son o bien expresos o por inferencia. Son signos expresos las palabras enunciadas con la inteligencia de lo que significan […] Los signos por inferencia son, a veces, consecuencia de las palabras, a veces consecuencia del silencio, a veces consecuencia de las acciones, a veces consecuencia de abstenerse de una acción. (Hobbes, 1987, p. 94).

Situado entre una situación de hecho (la constatación de un estado de cosas) y una situación de derecho (la transferencia efectiva de lo que pertenece al estado natural por el contrato y el posterior estado civil), el intérprete está a la vez en el intervalo de la palabra inteligente y su opuesto, el silencio; entre la acción y la inacción. Su ubicarse en los entresijos hace a su condición propia, como la de Hermes, entre los dioses y los dioses. Consecuentemente, no podría el soberano imaginar siquiera construir su inmenso Leviatán (así parece señalarlo en la Introducción) si no fuese al mismo tiempo árbitro eficiente capaz de leer las señales, los actos y las omisiones como señales de consentimiento de la nueva condición en que ha aceptado ponerse el ciudadano por la sola luz de su razón, que no es nada más y nada menos que la condición de súbdito. El intérprete debe efectuar una inferencia, debe obrar con las herramientas del cálculo una vez que ha reconocido la mayor cantidad de signos y ha logrado descifrar su significado. Está listo, entonces, para efectuar las deducciones pertinentes, que lo convierten en el profeta adecuado, el que combina la prudencia con la habilidad del cálculo. Por eso, “el mejor profeta, naturalmente, es el más perspicaz. Y el más perspicaz es el más versado e instruido en las materias que examina, porque tiene mayor cantidad de signos que observar” (Hobbes, 1987, p. 19). De ahí que el signo sea “el acontecimiento (Event) antecedente del consiguiente”: no una simple representación sino el hecho mismo cuya concatenación con otros hechos forma la sucesión de actos que componen la realidad humana. Su reconocimiento y su indagación son la llave que le van a permitir actuar sin equívocos en relación con el futuro. El signo está enclavado en la médula misma de lo que acontece. Su unidad con la cosa garantiza su naturalidad. Por eso, quien sabe detectarlos signos es como un “perro de caza” que va tras los rastros, como quien es capaz de “hallar una joya” cuando registra una habitación o una rima cuando consulta el diccionario17.

Ahora bien, si la puesta en funciones de esa creación soberana (el Leviatán) requiere del auxilio de una semiótica (que reconoce los signos), y la lectura del ‘estado de cosas’ depende de una esmerada hermenéutica (que nos dice cómo leerlos), la lingüística (como policía de los signos) consumará el cierre de una política que encuentra en la palabra su eficacia última. Allí comienza la solidaridad íntima de política y discurso. No hay sistema de gobierno que no se plantee el modo más eficaz de comunicar, de administrar los silencios y las voces, de convocar la atención de quien oye y de quien lee. En el imperio de la palabra soberana, también el silencio es significante18.

Tras el reconocimiento de los signos y de la inferencia que los conecta entre sí, viene la invención de lo que denominan. Allí comienza el Estado propiamente dicho. A la inversa del signo, que es uno con el acontecimiento ─o que es el acontecimiento mismo─, el nombre es una creación. No se piensa aquí en una adecuación de la palabra a la cosa, en una verdad, en una rectitudo. Como observamos anteriormente, las palabras, y sobre todo las de la política, justicia, soberanía, paz, etc., si bien no son arbitrarias, no tienen referente objetivo; su invención no requiere de ninguna concordancia de contenido sino que sean atribuibles a alguna materialidad ─en esto Hobbes es un auténtico empirista y adscribe al criterio humeano de remisión de la idea a la impresión como garante del validez─ y que sean coherentes entre sí; que las reglas que derivan de esas palabras guarden tal armonía que resulten aptas y propicias para el cálculo, lo que permite optimizar los resultados; que, sobre la base de esta coherencia, parezcan convincentes a las mentes humanas; que apunten, no a la verdad, sino a lo que las desvela.

La clave del artificio está en la correcta definición, en la erradicación de la ambigüedad y de la vaguedad. Por eso las metáforas y las palabras sin sentido deben ser expulsadas de la ciudad ideal, como Platón lo hizo con los poetas. Su peligrosidad estriba en que pueden ser utilizadas por aquellos que, valiéndose de la ignorancia y de la falta de confianza de los hombres en sí mismos, tienen por fin el litigio y la sedición, lo que divide y usurpa19.

No cabe duda de que el logos en que se funda esta concepción de lo político es el de la identidad: la política será en adelante el arte de ajustar el ser, el decir y el hacer. Es el sueño de la coherencia que conjure el resto. La fabricación, por parte del soberano, de un vocabulario enteramente nuevo como parte del artificio mayor, y con ello, de las leyes, contratos y demás instituciones del Estado, asegura la aniquilación de toda praxis política, la despotenciación del actuar. Para eso está la técnica política: para prescindir del actuar virtuoso del ciudadano. Esta maquinaria requiere de resortes bien aceitados, de engranajes en perfecto estado. Pero su condición de posibilidad, su presupuesto negado, es la doble escritura. Una escritura superpuesta a otra cuyo misterio se ofrece al que sabe leer y que debe quedar oculta para que la identidad opere su eficacia20:

La ignorancia de la significación de las palabras, es decir, la falta de comprensión, dispone [a] los hombres no sólo a aceptar, confiados, la verdad que no conocen, sino también los errores y, lo que es más, las insensateces de aquellos en quienes se confía; porque ni el error ni la insensatez pueden ser descubiertos sin una perfecta comprensión de las palabras.

De esa misma ignorancia [de la significación de las palabras] se deduce que los hombres dan nombres distintos a una misma cosa, según la diferencia de sus propias pasiones. (Hobbes, 1987, p. 83)

Tras el vocabulario adecuado late este otro, el que se inscribe en los corazones, el lenguaje de las pasiones que no conoce medida, hijo de la ignorancia, que amenaza desbordar la rectitud que quiere imponerle la lingüística, el lenguaje de la política. Es el único que rehúye el artificio, que no es invención sino naturaleza, necesidad y no arbitrio. Contradiscurso amenazante, que al cargarse de intereses y volverse emotivo se torna controversial [mejor:“controvertido”]21. Por eso es la clave de la sabiduría del soberano y su amenaza profunda. Es la posibilidad de entender otra cosa distinta a lo que se dice, de entender y no entender, de ubicar otro objeto para la misma palabra, de dar “nombres distintos a una misma cosa, según la diferencia de sus propias pasiones” (Hobbes, 1987, p. 83). Es ver un objeto distinto cuando los términos revisten la misma apariencia. Es la posibilidad del desacuerdo. Y ese desacuerdo es anterior a la institución del poder de policía de la palabra adecuada. Corresponde a una interioridad y a unas pasiones cuya desavenencia se traduce en situaciones de habla específica: la de los actores que entienden B cuando otro dice A22. Es el estado de naturaleza como “anarquía de los significados” (Wolin, 2001. p. 275)23. El desafío para el gobernante es entonces tanto mayor, pues debe borrar lo que antes estaba escrito como segundo lenguaje e introducir nuevas maneras de llamar las cosas. Así, logra evitar la confusión y conjurar la duda, la opinión. Y debe hacerlo al modo como lo hace la geometría24.

Asignar nuevos significados a antiguos significantes es tarea ciclópea. ¿Cómo hacer que los hombres entiendan una cosa por otra? ¿Cómo forzar las almas al olvido? La estabilización de la palabra justa no puede hacerse sino con la espada, a fuerza de represión. Pero también, entre la pura decisión y la pura fuerza, es convocada la retórica, que resulta entrevista así como posibilidad de sutura25. Si las palabras son lazos, ellas sujetan a los hombres con la fuerza que le prestan tanto la persuasión ─de la que hace gala también el líder de facción, capaz de trastocar en grupo una multitud inconexa de subjetividades vacilantes─ como la coacción soberana. En el gobierno perfecto, la retórica y la espada celebran sus saturnales:

Unas y otras cosas [acciones y palabras] son los lazos por medio de los cuales los hombres se sujetan y obligan: lazos cuya fuerza no estriba en su propia naturaleza (porque nada se rompe tan fácilmente como la palabra de un ser humano), sino en el temor de alguna mala consecuencia resultante de la ruptura. (Hobbes, 1987, p. 93)

Hobbes sospecha desde el principio que el presunto acuerdo que favorece el control interno de un grupo pasa por el orden semántico. El consenso no es sino obra de la persuasión de uno solo sobre la multitud: allí donde creemos ver la acción de un pueblo, no hay sino una multiplicidad de individualidades guiados por la reputación de uno solo. Aun cuando se las emplee erróneamente, aun cuando sean meras cáscaras sin contenido, las palabras son instrumentos de poder: sólo basta adhesión y sometimiento.

El tercer momento: la interpretación, la ley

Pero el ejercicio de la interpretación cuyo objeto es el lenguaje natural no termina allí donde queda inaugurado el Estado. El columbario de los conceptos y las definiciones justas debe ser acompañado de una retórica, de unos signos que refuercen la eficacia de las declaraciones y el valor de los juramentos, que suscriban la certidumbre que deben despertar las leyes. Esas leyes y convenios, no obstante, estarían a merced de grupos y facciones, siempre dispuestos a introducir confusión, si no estuvieran sujetas a una interpretación ininterrumpida26. Convertida en tarea permanente, a la que debe entregarse sin descanso porque de ella depende la seguridad de la soberanía, la comprensión de las leyes (escritas y no escritas, naturales y positivas) queda reservada al soberano. De él depende que las palabras irradien un único sentido: “la interpretación de las leyes depende de la autoridad soberana”. Y nadie, si no es por expresa transferencia, puede pretender ese derecho, condición sine qua non del ejercicio de la soberanía.

La tarea no es simple y demanda talento. Se trata, en principio, de erradicar la oscuridad que pesa sobre aquellas proposiciones no escritas, pues aunque “todas las leyes escritas y no escritas tiene necesidad de interpretación” (Hobbes, 1987, p. 226), las leyes no escritas de la naturaleza son las más oscuras, y son pocos, “o acaso ninguno”, los que, sin ceder al egoísmo o la pasión, estén en condiciones de interpretarlas adecuadamente. Y si la ambigüedad y la vaguedad corroen y amenazan la intentio recta de la ley escrita ─ por los defectos extremos de la brevedad o la extensión─ siempre es posible desatar el nudo que el propio jefe de Estado ha anudado partiendo de las extremidades: la perfecta inteligencia de la causa final, la paz. Atendamos nuevamente a la expresión: no hay, para el soberano, “nudo insoluble”, pues es el anudamiento del significante a lo real ─la conjura, por la palabra, de la muerte violenta─, el que sostiene el poder de la Ley. Por eso tiene que darse que quien sostenga ese poder se coloque fuera del aparato del Estado en calidad de soberano y jurista a la vez; es decir, en estado de excepción27. Y que de él irradien signos de autoridad que lo convaliden como fuente y fuera de la ley28. No basta, para el caso, que la ley sea escrita y publicada: es necesario revestirla con las insignias que marcan y evidencian que procede de la única autoridad legítima.

Hobbes es insistente a la hora de aclarar que no es en la letra sino en la significación (Intendment or Meaning), o sea, “en la interpretación auténtica de la ley”, cuyo sentido (sense) depende del legislador, donde radica la naturaleza de la ley. Sentido que está dado por el conocimiento que la autoridad soberana tiene de la finalidad de la ley: “Por tanto, no puede haber para él ningún nudo insoluble, ya sea porque puede hallar las extremidades del mismo, y desatarlo, o porque puede elegir un fin cualquiera […] por medio del poder legislativo; cosa que ningún intérprete puede hacer” (Hobbes, 1987, 226). En el conocimiento de la finalidad obtiene la palabra el anclaje adecuado a la multiplicidad de sentidos que irradian tanto de la parquedad de los enunciados como de su dilatada extensión. Pero lo mucho o lo poco, lo largo o lo breve, ya casi no cuentan. En el fondo, toda expresión es catacrética: de ahí el cuidado por las definiciones, por las denominaciones justas; de ahí esa obsesión por encontrar la palabra adecuada. Lo que Hobbes descubre aquí es la dislocación propia de la estructura del significar: la inadecuación del significante al significado, la falta de reciprocidad entre el objeto y la palabra que introduce la diferencia en el orden del ser y del lenguaje. Eso es, precisamente, lo que hace necesaria la presencia (la omnipresencia) del intérprete como restaurador permanente de la falla. Tarea que no puede sino recaer en la autoridad soberana. La impropiedad de la palabra invoca la presencia de aquél que, además, debe convalidar su presencia con otros tantos signos que lo protejan de los embusteros, de los que adopten la máscara de la autoridad y de la ley29.

Consciente del desacuerdo y de la fractura que alimentan los antagonismos, sustancia de la política, Hobbes apela a los recursos de la hermenéutica y de la retórica. Con ello queda saturado el espacio de lo simbólico y a salvo la autoridad del jefe de Estado. En ambos casos, la palabra deja de representar, pues en cuanto re-presenta revela la falla en que está incardinado el lenguaje; y el soberano deja de representar también, pues él es el autor, la autoridad (no el actor). Al dejar de exhibir la diferencia, se sutura la distancia y se completa el espacio de lo político. Hasta que una nueva brecha deje al descubierto al rey desnudo y en evidencia el artificio. Es ahí cuando la función (la ficción) cesa y el Estado se desintegra. La lección de Hobbes es esta: sin unidad, o mejor, sin la puesta en escena de la unidad, no hay Estado posible. La hermenéutica y la retórica son los aliados de esta puesta: interpretación de la palabra y creación de signos, auscultación y desciframiento de los códigos, invención de metáforas adecuadas. La constitución simbólica de la unidad es el secreto del ejercicio efectivo de la soberanía: el único que no debe ser puesto en palabras, que debe permanecer en silencio.

 

Notas

1 La primacía del momento introspectivo es sostenida por un autor como Leo Strauss, quien, en su ya clásico The political Philosophy of Hobbes (1936), minimiza la incidencia que suele concederse a la ciencia natural en la construcción de la antropología hobbesiana en favor del conocimiento de sí, dado el fundamento moral de su filosofía política: “La filosofía política es independiente de la ciencia natural porque sus principios no son tomados de ésta, ni, de hecho, de ciencia alguna, sino que son provistos por la experiencia que cada uno tiene de sí mismo, o para ser más precisos, son descubiertos por los esfuerzos del conocimiento de sí y el examen de sí de cada uno” (Strauss, 2006, p. 28). Su tesis es que la ciencia natural en Hobbes es dependiente de sus convicciones humanistas y morales, objetiva y biográficamente anteriores a la orientación científico-matemática de su filosofía. El viraje hacia la ciencia natural se explica para Strauss porque resuelve los problemas de aplicación de los principios morales inherentes a la filosofía política tradicional. Por su parte, en una investigación reciente, Omar Astorga sostiene la tesis de la centralidad de la imaginación y del ejercicio interpretativo en Hobbes como base de su proyecto político. La interpretación se apoyaría así, no tanto en la deducción (apodíctica y lineal) cuanto en la argumentación histórico-reflexiva, “a través de la cual el sentido de lo que se pretende mostrar aparece conforme al contexto de la argumentación e incluso de la consideración del ‘auditorio’ que se pretende persuadir” (Astorga, 2000, p. 34).

2 En relación con el tema del lenguaje en Hobbes, resultan concordantes los estudios que enfatizan su carácter nominalista y su importancia para la comunidad política. E. Balibar (1995) sostiene que el lugar de la verdad en Hobbes reside en el lenguaje artificial, sometido a una “policía de los signos”; para G. Hull (2006), Hobbes “concludes that all thinking is affective and semiotic, and depends on the regulation of conventionally established regimes of signs”, de ahí su nominalismo “radical”; Y.C.Zarka (1987, 1997), por su parte, considera que la metafísica de la separación entre ‘cosas’ y ‘palabras’ es la base para el proyecto hobbesiano de un Estado ahistórico; la función del poder político es hacer posible una comunicación unívoca, con lo que el Leviatán se erige como único intérprete universal, como árbitro semántico y de la verdad. Para K. H. Whiteside (1987), Hobbes desarrolla dos teorías del lenguaje, Nominalismo y Conceptualismo, cada una de las cuales tiene implicaciones peculiares y también contradictorias en su visión de la verdad y de la razón. Por último, Palacios (2001) sostiene la tesis de que el momento lingüístico es condición de posibilidad del momento político, pero argumenta, en contraposición con Zarka (1997), que el lenguaje ya existiría de manera completa en el estado de naturaleza, de modo que la instancia política no introduce mayores modificaciones a la equivocidad propia de aquél.

3 Sobre la importancia de la retórica en Hobbes, véanse Strauss (2006, pp. 63-73), y Skinner (1996).

4 Tomamos el término de Rancière (2007).

5 Coincidimos aquí con Whelan (1981, p. 59), para quien la causa del desorden se halla en la palabra: “I shall argue, contrary to a common view [McNeilly, 1968, Gauthier, 1969] that it is in speech in general, and in the misuse of words, that Hobbes usually seek and finds the proximate causes of political dicord”. La tesis que aquí se propone es que, así como la causa de la anarquía se halla en la confusión de los significados, es la rectitud de la palabra la vía para su solución.

6 Que el lenguaje sea artificial no menoscaba su valor sino que lo convierte en condición para el dominio de la realidad. Mientras que el lenguaje consta de conceptos universales (como justicia, soberanía, etc.), la realidad es de orden individual. Ello no significa que deba ser arbitrario; de otro modo, Hobbes no se referiría, como lo hace a menudo, al lenguaje en términos de adecuación, ni acusaría al lenguaje teológico y metafísico de ser “sin sentido”. En conformidad con los principios del empirismo, los conceptos universales que tienen sentido son los que pueden remitir a una impresión: “De los nombres, algunos son propios (Proper) y peculiares (singular) de una sola cosa, como Pedro, Juan, este hombre, este árbol: algunos, comunes a diversas cosas, como hombre, caballo, animal. Aun cuando cada uno de éstos sea un nombre, es, no obstante, nombre de diversas cosas particulares; consideradas todas en conjunto es lo que se llama un universal. Nada hay universal en el mundo más que los nombres, porque cada una de las cosas denominadas es individual y singular” (Hobbes, 1987, p. 24). En línea con el nominalismo de Occam, quien confía en la captación antepredicativa de la cosa individual en la intuición, la tesis de Zarka es que Hobbes radicaliza su postura, pues la realidad resulta de una inferencia a partir de impresiones sensoriales. Véase Vargas (2004).

7 En un pasaje del capítulo. 6 de su Leviatán señala Hobbes que el tiempo propio del lenguaje de las pasiones es el modo indicativo (“yo amo, yo temo, yo me alegro, yo delibero, yo me quiero, yo ordeno”, ejemplifica) y el imperativo (haz esto, haz aquello), mientras que la deliberación, que es racional, se hace en el modo subjuntivo. Y remata “Yo no conozco otro lenguaje de las pasiones” (Hobbes, 1987, p. 49).

8 “El primer autor del lenguaje fue Dios mismo, quien instruyó a Adán cómo llamar las criaturas que iba presentando ante su vista” (Hobbes, 1987, p. 22).

9 El acto fundante de la filosofía y de la política es para Hobbes la privación, es decir, la imaginación de un mundo aniquilado como condición de posibilidad de su creación ex nihilo. Véase Riedel (1997); Wolin (2001); Astorga (2000).

10 “Así, hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria” (Hobbes, 1987, p. 102).

11Al afectar el tiempo futuro, lo que define al miedo es la anticipación. En una nota a pie de De Cive, Hobbes retruca a sus detractores que minimizan la importancia del miedo en la conformación de las sociedades. Y señala “Yo incluyo bajo la palabra miedo una cierta anticipación de males futuros; tampoco concibo que la huida sea la única propiedad del miedo: desconfiar, sospechar, vigilar, pertrecharse para no tener miedo son también propios de quienes están atemorizados” (Hobbes, 2000, p. 57).

12 Sobre la definición de facción, véase Hobbes (2000, pp. 219-220). A este respecto, Wolin (2001, p. 258) aclara: “La más vívida expresión de estas dificultades se presentaría durante los intentos revolucionarios de Inglaterra en el siglo XVII. Grupos como los Brownistas, Buscadores (Seekers), Bautistas y Separatistas sostenían que la Iglesia tenía el carácter de asociación voluntaria”, cosa que Hobbes habría de rechazar: el problema de la política no es el de acomodar los distintos tipos de intereses facciosos sino producir uniformidad mediante un acto absoluto de poder soberano. Y continúa: “Estas mismas tendencias habían tomado un giro político en grupos como los Niveladores, los Excavadores y los hombres de la Quinta Monarquía. Hobbes opinaba que estos grupos, amén de sus rivalidades internas, tenían el vicio de proclamar como verdad lo que sólo era ‘un conocimiento privado del bien y del mal, cuya aceptación es la ruina de todo gobierno’” (Wolin, 2001, p. 276).

13 “Porque en virtud de esta autoridad (…) posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz…” (Hobbes, 1987, p. 141).

14 “The Foole hath sayd in his heart, there is not such thing as Justice” (Hobbes, 1996, p. 101).

15 “Por esto en la Geometría (única ciencia que Dios se complació en comunicar al género [humano] comienzan los hombres por establecer el significado de sus palabras; esta fijación de significados se denomina definición, y se coloca al comienzo de todas sus definiciones” (Hobbes, 1987, pp. 26-27).

16 “Los hombres deben juzgar lo que es legítimo e ilegítimo no por la ley misma, sino por sus propias conciencias” (Hobbes, 1987, p. 281).

17 “A veces el hombre conoce un lugar determinado dentro del ámbito en el cual ha de inquirir; entonces sus pensamientos hurgan en ese sitio por todas partes, del mismo modo que registraríamos una habitación para hallar una joya; o como un perro de caza recorrería el campo hasta encontrar el rastro: o como alguien consultaría el diccionario para hallar una rima” (Hobbes, 1987, p. 18).

18 “Cuando un prolongado uso adquiere la autoridad de una ley, no es la duración del tiempo lo que da la autoridad, sino la voluntad del soberano, significado por su silencio” (Hobbes, 1987, p. 219).

19 “En conclusión: la luz de la mente humana la constituyen las palabras claras y perspicuas, pero libres y depuradas de la ambigüedad mediante definiciones exactas”(Hobbes, 1987, p. 38).

20 Esa doble escritura se asienta en la ley de la naturaleza, por un lado, y en las pasiones naturales, por otra. Las primeras son, como señala en el cap. 17 de Leviatán, contrarias a las segundas. Por eso los pactos que no descansan en la espada “no son más que palabras”; ella debe asegurar que la razón imponga su legalidad al imperio de la pasión, cuyo lenguaje debe conocer el soberano.

21 “El lenguaje del deseo y de la aversión es imperativo, como haz esto, no hagas aquello (…) Yo no conozco otro lenguaje de las pasiones” (Hobbes, 1987, p. 49).

22 “Si el discurso es enteramente mental, consiste en pensamientos disyuntivos de que la cosa será o no será, o de ha sido o no ha sido. Así, dondequiera que interrumpamos la cadena de discurso humano, dejamos la presunción de que será o no será, de si ha sido o no ha sido. A todo esto se denomina opinión” (Hobbes, 1987, p. 51).

23 De la misma opinión es Zarka (1997, pp. 94-95) para quien, en el estado de naturaleza, el régimen de comunicación “es un espacio de interlocución truncado en el que reinan la mentira, el malentendido y la sospecha. En otras palabras, la intención de comunicar está minada por una contradicción interna y permanente, porque cada cual se erige en intérprete privado de su propio discurso y del discurso del otro (…). Para pasar del régimen contradictorio al régimen normal de comunicación, es decir, para que exista un espacio de interlocución auténtico, es necesario desplazar la instancia de interpretación de mi discurso”.

24 “Por consiguiente cuando el discurso se expresa verbalmente y comienza con las definiciones de las palabras, y avanza, por conexión de las mismas, en forma de afirmaciones generales, y de éstas, a su vez, en silogismos, el fin o la última suma se denomina conclusión; y la idea mental con ello significada es conocimiento condicional, o conocimiento de la consecuencia de las palabras, lo que comúnmente se denomina CIENCIA” (Hobbes, 1987, p. 52).

25 Utilizamos esta expresión en el mismo sentido que Laclau (2008, p. 21).

26 “La tercera razón por la que los hombres dan peor consejo en una gran asamblea es que de las asambleas surgen facciones en un Estado; y de las facciones provienen las sediciones y la guerra civil” (Hobbes, 2000, p. 184).

27 En el sentido de Agamben: “Il sovrano, attraverso lo stato di eccezione, ‘crea e garantisce la situazione’, di cui il diritto ha bisogno per la propia vigenza” (2005, p.21); “Lo stato di eccezione non è, cioé, tanto una sospensione spazio-temporale, quanto una figura topológica complessa, in cui non solo l’eccezione alla regola ma anche lo stato di natura e il dirito, il fuori e il dentro transitano l’uno nell’altro” (2005, p.44): en esta situación precisamente se halla, para Agamben, el soberano hobbesiano.

28 “Tampoco basta que la ley sea escrita y publicada, sino que han de existir, también, signos manifiestos de que procede de la voluntad del soberano” (Hobbes, 1987, p. 224).

29 “En efecto, cuando los hombres privados tienen o piensan tener fuerza bastante para realizar sus injustos designios, o perseguir sin peligro sus ambiciosos fines, pueden publicar como leyes lo que les plazca, sin autoridad legislativa, o en contra de ella” (Hobbes, 1987, p.224).

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Recibido: 17 de abril de 2013
Publicado: 1 de diciembre de 2014

 

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