Revista de Filosofía y Teoría Política, no. 46, 2015. ISSN 2314-2553
Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Departamento de Filosofía

 

ARTICULOS / ARTICLES

 

Las paradojas de nadie: Una genealogía del no-sujeto

 

Germán Osvaldo Prósperi

Universidad Nacional de La Plata
Argentina
gerprosperi@hotmail.com

 

Cita sugerida: Prósperi, G. O. (2015). Las paradojas de nadie: Una genealogía del no-sujeto. Revista de Filosofía y Teoría Política, (46). Recuperado de: http://www.rfytp.fahce.unlp.edu.ar/article/view/RFyTPn46a04

 

Resumen
Cada época histórica construye, a través de discursos y prácticas específicas, sus formas legitimadas de subjetividad. Sin embargo, por debajo de estas identidades institucionalizadas, se ha ido gestando a lo largo de la historia una forma paradójica de subjetividad cuyo nombre, desde Homero en adelante, es Nadie. Esta figura excéntrica hace posible, cada vez que reaparece en la trama de los discursos y las prácticas, la subversión de las categorías fundamentales de la ontología y la política que han definido al hombre históricamente. Este trabajo pretende reconstruir la genealogía de esta particular figura con el fin de mostrar la posibilidad de una lectura diferente (y paradójica) de algunos de los conceptos centrales de la metafísica de Occidente.

Palabras clave: Identidad; Nadie; Paradoja; Sujeto

 

The paradoxes of nobody: A genealogy of no-subject

 

Abstract
Each historical period creates, through discourses and specific practices, its own legitimated forms of subjectivity. However, underlying these institutionalized identities, a paradoxical form of subjectivity has been developing throughout history. From Homer onwards, it has been named Nobody. This eccentric figure —whenever present in the fabric of discourses and practices— enables the subversion of essential categories of ontology and politics which have historically determined the human being. The aim of this paper is to reconstruct the genealogy of Nobody in order to demonstrate that a different —and paradoxical— interpretation of some key concepts in Western metaphysics is possible.

Keywords: Identity; Nobody; Paradox; Subject

 


 
Introducción

En la Odisea, es decir en los albores mismos de lo que podríamos llamar la literatura occidental, aparece por primera vez una figura que habrá de perdurar, a través de diversas mutaciones, hasta nuestra época. Una figura que, como una sombra o un negativo paradójico, pondrá en cuestión, muchas veces de forma satírica o humorística, el modo en que el hombre se ha pensado a sí mismo a lo largo de los siglos. Tal figura, excéntrica y difícil de aprehender, lleva por nombre “Nadie”. En este trabajo, entonces, intentaré reconstruir rápidamente la historia de esta figura tan particular con el fin de mostrar, por un lado, cómo (es decir, con qué estrategias) se ha ido gestando, al lado de los dispositivos y los mecanismos oficiales de la subjetividad occidental, una forma paradójica y descentrada de subjetividad, un sujeto, por decirlo así, afuera del sujeto; y por otro lado, cómo esta forma paródica de subjetividad subvierte, cada vez que reaparece en la trama de los discursos y las prácticas, las categorías fundamentales de la ontología y la política con las cuales el hombre se ha definido a sí mismo históricamente. En este sentido, se mostrará también la relación esencial que existe entre la figura de Nadie, el lenguaje (sobre todo literario), la locura y la filosofía. Si esta última es, como quiere Gilles Deleuze, fundamentalmente paradoja, entonces Nadie se revela como la instancia privilegiada en la que el pensamiento filosófico adquiere consistencia y actualidad.

El problema de la persona y de lo impersonal, tanto desde un punto de vista ontológico como político, se sitúa en el centro de los debates de la filosofía contemporánea. En este sentido, es preciso hacer referencia a un texto de Roberto Esposito titulado precisamente Terza persona: politica della vita e filosofía dell’impersonale, en el cual, según las palabras del mismo autor, se pretende llevar a cabo una “deconstrucción del concepto de persona” (cfr. 2009, p. 15). La “tercera persona” o lo “impersonal” aparecen, en esta perspectiva, como categorías (categorías-límites, a decir verdad) que permiten abordar la cuestión del sujeto desde una forma no-personal. Como bien muestra Esposito, el concepto de persona, en cuya definición se entrecruzan cuestiones éticas (bioéticas, sobre todo), jurídicas, metafísicas, políticas (biopolíticas), etc., ha funcionado como el eje alrededor del cual se han articulado gran parte de las dicotomías del hombre occidental: hombre y ciudadano, alma y cuerpo, derecho y vida. En este artículo, pretendo situarme en la línea deconstructiva abierta por Esposito para desarrollar, a partir de allí, una reconstrucción histórica de lo que podríamos considerar la figura paradigmática (en un sentido agambeniano) de la “tercera persona” o de lo “impersonal”: Nadie. No es casual que Esposito sitúe, aunque sólo de pasada, la tercera persona o la no-persona “en el entrecruzamiento entre nadie y quienquiera” (cfr. 2009, p. 155). El objetivo prioritario de este artículo, por lo tanto, consistirá en explorar los diferentes aspectos y pormenores de este curioso entrecruzamiento.

Por otro lado, el problema de lo impersonal, claramente político, se revela en seguida, según pude anticipar, ontológico. La figura del no-sujeto o de la no-persona, además de ubicarse en un espacio irreductible a la negación dialéctica, es decir a la mera oposición, marca más bien, junto con el límite del sujeto, el límite también de la ontología occidental. Lo impersonal, tal como aparece en el texto de Esposito con una clara connotación política (o impolítica), requiere al mismo tiempo, y por necesidad, de una ontología diversa de la fenomenológica, de la cual no logra desprenderse, al menos en la mayoría de sus principales exponentes (de Husserl a Sartre), de la remisión inevitable a una conciencia o a una cierta forma de subjetividad. En este sentido, uno de los autores que marca un punto de inflexión, tanto en lo referido a lo político como a lo ontológico, es Maurice Blanchot. La deuda de Esposito con Blanchot es, de hecho, explícita. En Blanchot, la figura política de lo impersonal se pliega, por así decir, a una ontología de lo neutro.1 Si bien no me dedicaré a analizar el pensamiento de Blanchot, es preciso indicar que su concepto de “neutro” constituye algo así como el espacio ontológico sobre el cual situamos nuestro estudio. Pensar, o intentar pensar, un sujeto impersonal, es decir un no-sujeto o una no-persona, sin identificar ese “no” con la negatividad hegeliana, y al mismo tiempo intentar pensar una ontología de lo neutro o, como veremos a lo largo de este trabajo, de lo impropio o de la desposesión, es el objetivo que guía esta reconstrucción de la figura de Nadie. En este sentido, pretendo realizar un aporte a los debates sobre lo impersonal y lo neutro que, desde Blanchot en adelante, y sobre todo a partir del texto de Esposito, se sitúan en el corazón mismo de las discusiones filosóficas actuales.

I

La historia comienza, como adelantamos, en la Odisea; más precisamente, en el canto IX, en el que Odiseo le cuenta a Alcínoo sus aventuras en la isla de los cíclopes. El relato es famoso: Odiseo y los suyos se hayan prisioneros en la gruta de Polifemo. Antes de caer dormido bajo los efectos del vino, el cíclope desea saber el nombre de aquel que le ha obsequiado tan “dulce licor” (cfr. Odisea, trad. en 1927, IX, 353). Ante la pregunta de Polifemo, Odiseo responde:

¡Cíclope! Preguntas cuál es mi nombre ilustre, y voy a decírtelo; pero dame el presente de hospitalidad que me has prometido. Mi nombre es Nadie [Οὖτις]; y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis compañeros todos. (Odisea, trad. en 1927, IX, 364-367).

Mientras el gigante se encuentra dormido, luego de beber la “ambrosía y el néctar” (cfr. Odisea, trad. en 1927, IX, 359) de Odiseo, los aqueos aprovechan para quemarle su único ojo. Polifemo pide ayuda a los cíclopes que habitan alrededor, pero éstos, preguntándole a qué se deben tales gritos, si es a la fuerza o al engaño de algún hombre, lo abandonan al escuchar la respuesta del gigante.

Polifemo - ¡Oh amigos! Nadie me mata con engaño, no con fuerza.
Y ellos le contestaron con estas aladas palabras:
Los cíclopes - Pues si nadie te hace fuerza, ya que estás solo, no es posible evitar la enfermedad que envía el gran Zeus; pero, ruega a tu padre, el soberano Poseidón. (Odisea, trad. en 1927, IX, 408-412).

Podemos ver que ya en Homero la aparición de Οτις, Nadie, responde a una necesidad en primer lugar política, es decir, evasiva. Cuando Odiseo se hace llamar Οὖτις provoca, a través de una estrategia paradójica que veremos reaparecer a lo largo de los siglos, un desperfecto o un malfuncionamiento en la maquinaria o el dispositivo de poder, en este caso representado por el gigante Polifemo (el de muchas palabras) y los demás cíclopes. Lo que Οὖτις pone en juego, en el mismo momento en que es atribuido a Odiseo, es la frágil relación que mantiene el nombre con la persona, la paradoja de un nombre que no puede convertirse jamás en nombre propio. Οὖτις designa, así, la imposibilidad del nombre; introduce la falacia y la parodia en el mecanismo de identidad nominal, convierte el nombre propio en un pseudónimo (ψευδώνυμο, de ψεῦδος: falacia, falsedad, y ὄνομα: nombre). La huida de Odiseo, profundamente política, pone en cuestión el estatuto mismo de la identidad personal, y con ella, de la ontología en general. La imposibilidad de conferirle una personalidad, una identidad personal al nombre, afuera del nombre, Οὖτις, es también la imposibilidad de pensar al ser a partir de la propiedad y de la positividad absoluta. Οὖτις, en el mismo momento en que es proferido, desactiva a Odiseo, vuelve inoperante la persona que el nombre designa, la relación de pertenencia entre el nombre y la persona. Ya en la Odisea, entonces, vemos aparecer la paradoja de lo que podríamos llamar un “nombre impersonal”, y al mismo tiempo, vemos perfilarse una concepción del ser basada en el desposeimiento y la impropiedad.

No es casual que la estrategia con la cual Odiseo y los suyos logran escapar de la cueva de Polifemo deje de funcionar en el mismo momento en que el hijo de Laertes le grita al cíclope su verdadero nombre.

¡Cíclope! Si alguno de los mortales hombres te pregunta la causa de tu vergonzosa ceguera, dile que quien te privó del ojo fue Odiseo, el asolador de ciudades, hijo de Laertes, que tiene su casa en Ítaca. (Odisea, trad. en 1927, IX, 502-505).

Cuando Odiseo vuelve a introducir la identidad personal en el plano del ser y del λόγος, cuando vuelve a remplazar Οὖτις por Ὀδυσσεὺς, es decir cuando llena el vacío (lógico y ontológico) abierto por Nadie con un linaje y una historia (hijo de Laertes, proveniente de Ítaca), la fuerza y el poder de Polifemo vuelven a amenazar a los aqueos. En efecto, dos veces el cíclope arroja grandes piedras que ponen en peligro la nave en la que se han refugiado Odiseo y sus amigos. La mayor amenaza, sin embargo, no son los peñascos que casi rozan la proa del navío, sino la maldición que Polifemo, hijo de Poseidón, arroja sobre los tripulantes.

¡Óyeme, Poseidón que ciñes la tierra, dios de cerúlea cabellera! Si en verdad soy tuyo y tú te glorias de ser mi padre, concédeme que Odiseo, asolador de ciudades, hijo de Laertes, que tiene su casa en Ítaca, no vuelva nunca a su palacio. Mas si le está destinado que ha de ver a los suyos y volver a su bien construida casa y a su patria, ¡sea tarde y mal, en nave ajena, después de perder todos los compañeros, y se encuentre con nuevas cuitas en su morada! (Odisea, trad. en 1927, IX, 528-535).

En el preciso momento en que Odiseo revela su identidad personal, la maldición del cíclope puede comenzar a funcionar. La imprecación de Polifemo sólo puede llevarse a cabo, es decir, efectuarse, surtir efecto, sobre el cuerpo de Odiseo y su tripulación, una vez que Οὖτις ha sido desactivado por la arrogancia del hijo de Laertes. Por ese motivo el cíclope, antes de formular el anatema, enumera los aspectos personales de Odiseo, aquellos que lo convierten en una persona: en primer lugar el nombre propio, Ὀδυσσεὺς; asolador de ciudades, su calificación distintiva (habitual en Homero); hijo de Laertes, el linaje familiar; que tiene su casa en Ítaca, la proveniencia geográfica. Sobre estas determinaciones, sobre la persona que el nombre Ὀδυσσεὺς representa, se profiere la maldición, la cual, como es sabido, tendrá profundas consecuencias en las vivencias posteriores del héroe.

El término Οὖτις, utilizado como estrategia política (y, al mismo tiempo, como vimos, ontológica), vuelve a aparecer algunos siglos después, en un marco más o menos satírico, en El cíclope de Eurípides, Las avispas de Aristófanes, Sobre el estilo de Demetrio de Falero o en algunos escritos de Luciano de Samosata por sólo citar algunos ejemplos (cfr. Calmann, 1960, Vol. 23, No. 1/2, pp. 60-104).

II

Recién a fines del siglo XIII la figura de Nadie, en su versión latina Nemo, encuentra una nueva fisonomía. Según afirma el paleógrafo e historiador austríaco Heinrich Denifle, en su curioso estudio Ursprung der Historia des Nemo (cfr. 1888, Vol. 4, pp. 330-348), un clérigo francés llamado Radolfo de Anjou, aproximadamente en el año 1290, escribe un sermón en el que elogia la poderosa figura de San Nemo, un misterioso santo cuyo poder se equipara al de Cristo e incluso al de Dios mismo. Radolfo alude, en su célebre sermón, a varias citas bíblicas, interpretando la palabra “Nadie” no como un pronombre indefinido sino como un nombre propio. De tal manera, las palabras de Jesucristo Nemo venit ad me (Juan 6, 44) o Nemo ascendit in coelum (Juan 3, 13) pasan a significar exactamente lo contrario de lo que afirman las Sagradas Escrituras. Cuando Cristo asegura que Nadie va a él o que Nadie asciende al Cielo está diciendo, según la estrategia paradójica de Radolfo, que existe un ser, Nemo, que efectivamente va a él y que asciende al Cielo. Lo mismo sucede con otros pasajes bíblicos; por ejemplo, allí donde las Escrituras dicen Nemo Deum vidit, Radolfo lee “Nadie ve a Dios”; es decir Nemo, San Nemo, el santo más poderoso de todos los santos, ve efectivamente a Dios. Este santo, concebido cuando Dios creó los días, el único capaz de abrir el Libro de los Siete Sellos (cfr. Apocalipsis 5, 3), gozará de una gran popularidad en la cultura satírica medieval (cfr. Bajtin, 2003, pp. 372-374).

Por desgracia, lo poco que conocemos del contenido del sermón de Radolfo, obsequiado por su autor al Cardenal Diácono Benedetto Gaetani (posteriormente Papa Bonifacio VIII), lo debemos a una refutación escrita por un tal Estéfano, del monasterio de Saint-Georges, bajo el título Reprobatio nefandi sermonis editi per Radulphum de quedam Nemine heretico e dampnato, secundum Stephanum de Sancto Georgio christiane fidei defensorem, quien, además de entregar también su Reprobatio al Cardenal Benedetto, parece tomar en serio, lo mismo que Denifle,2 la figura de San Nemo, condenándola por hereje y sacrílega. El rechazo que provocó el sermón en Estéfano no se debe meramente a la figura polémica de San Nemo, sino también a una supuesta secta (Neminiana secta) que, liderada por un tal Pedro de Limoges, probablemente el mismo Radolfo, se habría formado en torno a la figura del santo.3 La misma historia es referida por Mijail Bajtin en La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, quien nos informa de las exigencias de Estéfano, un “ser limitado y obtuso” (cfr. 2003, p. 373), presentadas al Concilio de París para que los seguidores de San Nemo fuesen debidamente condenados y quemados.

El caso de San Nemo, paródico o no, provoca en el mundo medieval, e incluso más allá, una serie inusitada de manuscritos (sermons joyeux) basados en el famoso Sermo de Sancto Nemine de Radolfo. Lo que está en juego, en estas “bromas” refinadas de la clerecía culta, es ni más ni menos que una forma de ontología y de política. Detrás de esta figura ambigua, de este ser en el límite del ser, no sólo se esconde un divertimento fútil y superfluo, sino también una subversión de las categorías metafísicas de la filosofía occidental. No se trata simplemente de un santo más, ni siquiera de una herejía como cualquier otra. Lo que se comienza a entrever, en la figura sagrada de quien no puede ser figurado, en la fascinación religiosa (y, de creer a Denifle, fanática) que ejerce el nombre “Nemo” cada vez que es proferido, lo que empieza a gestarse en la mentalidad medieval es la concepción, aún embrionaria y confusa, aunque ya presente a partir de Homero, de una ontología basada en la desposesión y la impropiedad.4 En este sentido, la figura de Nemo, interpretado como nombre propio, pero al mismo tiempo irremediablemente distante de toda relación de propiedad, encarna, en un cuerpo paradójicamente inexistente (no-body), una onto-logía en el límite de lo posible, en el límite de lo representable.

El judaísmo primero y el cristianismo después le dan a la ontología un nuevo sentido. De ser la ciencia o el saber acerca del ente, según su formulación griega, pasa a designar la relación fundamental del ente con el λόγος, de la Carne con el Verbo. Es natural que el lenguaje, cuyo modelo eterno y absoluto era la Biblia, es decir la Palabra, se convierta en el lugar privilegiado de la revelación. Una Palabra que, no obstante, a pesar de la condena platónica, se encarna, es decir adquiere entidad, existencia, en la figura, a la vez material y espiritual, del Libro. La palabra del mito griego, íntimamente ligado a los orígenes de la filosofía, comienza a expresarse, a partir de los Padres de la Iglesia, en la carne misma de la escritura, en el rollo o el pergamino que evocará, en el imaginario tardoantiguo, la piel misma de Dios. De la escritura mítica de Homero y Hesíodo (cuya estructura, a pesar de su soporte gráfico, no dejará nunca de ser oral), se pasa, en el curso de algunos siglos, a la escritura sagrada de los amanuenses bíblicos y de los apóstoles. Y así como es natural que el lenguaje adquiera un estatuto absolutamente nuevo, cuyo ejemplo más claro es la exégesis de los cabalistas hebreos, para quienes los nombres y las cosas, las palabras y los hechos, el lenguaje y el ser, se confunden en la escritura divina de la Torá, así también es esperable que la Iglesia, durante siglos, se convierta en la guardiana de la palabra escrita (del λόγος y de la Carne divinos) registrada celosamente en los manuscritos de las bibliotecas monacales.

Este es el mundo, la cosmovisión ontológica que Nemo, en el sermón escrito5 de Radolfo, va a desarticular. El lugar elegido para operar la subversión es por supuesto el texto bíblico. A la manera de un sermón oficial, avalado por innumerables citas tomadas de las Sagradas Escrituras, Radolfo (o su alter-ego político, Pedro de Limoges) introduce, según vimos, la figura de Nemo, transformándola rápidamente, según el paradigma de la época, en un santo, San Nemo. No se trata, como adelantamos, de un santo más en la larga lista hagiográfica de la Iglesia; el caso de San Nemo es inusual y extremo. Como bien asegura la croata Lucie Doležalová en su interesante artículo Absolute alterity in the cult of saints: Saint Nobody:

Él [San Nemo] es por definición diferente de cualquier otro. Es el último “otro”. De tal manera que en este caso nos enfrentamos a una alteridad absoluta [absolute alterity].

En el contexto del culto de los santos, el caso de San Nadie es más bien un caso extremo. (2010, p. 90).

San Nemo representa, entonces, una alteridad absoluta, el último otro, el extremo del ser y del no-ser. El peligro de Nemo, el peligro que intuye inmediatamente Estéfano, radica en este carácter absoluto de la alteridad, en este exceso de la negatividad. Nemo es un ser, pero desposeído, expropiado, destituido. Ningún nombre le conviene; nombrarlo es evocar el vacío, es nombrar la imposibilidad de construir una propiedad nominal. Por eso el manuscrito de Radolfo es paródico, es decir, paradójico. El clérigo de Anjou no procede negando a Nemo; lo deja ser, más bien, le confiere una cierta positividad aunque siempre en el marco más o menos difuso de lo negativo, lo interpreta justamente como nombre propio; y al hacerlo, al convertir a Nemo en una propiedad, al otorgarle el estatuto de una persona, pone de manifiesto la imposibilidad (hecha posible a través de un giro político y metafísico) de establecer una relación de propiedad, fundada en la trascendencia divina, entre el nombre y el cuerpo, entre la palabra y la persona, entre el λόγος y la carne, entre el lenguaje y el ser.

Radolfo pone en escena, acaso sin saberlo, la máquina cuyo funcionamiento paródico tiende a subvertir el orden ontológico y político del mundo medieval. La máquina que lleva por nombre, por no-nombre, Nemo viene a desactivar el fundamento invariable y presuntamente eterno sobre el que se apoya la relación entre el ser y el λόγος. Lo que corre peligro es, en consecuencia, el paradigma ontológico-político del judeo-cristianismo y, con él, la esencia misma de lo humano, la essentia hominis, su quidditas (cfr. Tomás de Aquino, ed. 1976, Tomo XLIII, p. 369). No es casual que el historiador británico George Coulton, en From St. Francis to Dante, comentando las vicisitudes del hereje Segarelli, mencione, junto a la secta de los Guglielmitas en Milán, a los neminianos en Francia. En una nota al pie, en la cual pretende arrojar un poco de luz sobre la historia de esta curiosa secta, Coulton, basándose en el informe ya citado del dominico Denifle, traduce el término “Nemo” por “no man” (cfr. 1907, p.407), es decir, “no hombre”. En el centro de esta aparente sátira de Radolfo se estaría jugando la definición, tantas veces retomada y postergada, de lo humano. Lo que Nemo vendría a conmocionar, a través de la figura exaltada de Pedro de Limoges, no sería más que el espacio cerrado y forzadamente impenetrable del homo ecclesiasticus. Y al profanar este lugar, al inmiscuirse en los pliegues y repliegues de su naturaleza creada, de su esencia de creatura, abriría también, en un sólo movimiento, el espacio de lo inhumano, de lo impropio y de lo paradójico, un espacio al lado de lo humano, para-humano, en donde el fundamento del ser y de la palabra amenazaría con derrumbarse.

Ante el peligro, la reacción de Estéfano no se hace esperar. Tampoco se hacen esperar las consecuencias políticas provocadas por la intrusión de Nemo en el entramado discursivo de los textos eclesiásticos. Se forma una secta, misteriosa, casi en el límite de lo literario. En el mismo momento en que Nemo imprime un vector de impropiedad y desposeimiento a la matriz ontológica oficial, Radolfo se convierte en Pedro de Limoges, líder de la Secta Neminiana. La secta funciona en el límite de lo político, en el límite de la representación. Adoran a Nadie, una figura más allá de la alabanza y la plegaria, más allá del himno y la gloria. Por eso el culto de San Nemo presenta ciertas singularidades que lo distinguen del culto a otros santos. Si bien existen algunos retratos de San Nemo (un marco vacío, por ejemplo, con la inscripción Figura Neminis quia Nemo in ea depictus), lo cierto es que no encontramos “biografías, ni iglesias dedicadas a él, ni días festivos, ni nada que se le parezca.” (Doležalová, 2010, p. 91).

Nemo desaparece en el mismo momento en que se lo invoca; de todos modos, en ese movimiento de evasión, en la huida sigilosa que lo aleja del nombre y la propiedad, hace posible la existencia (fortuita quizás, pero no por eso menos eficaz) de una secta sacrílega y difícil de clasificar. La mayor herejía, para un mundo que, al menos en su aspecto oficial, se ha esforzado por garantizar el funcionamiento de la máquina ontológica eclesiástica, es romper la alianza entre el Verbo y la Carne y, con ello, la posibilidad también de la tierra prometida. El mayor sacrilegio, pues, no consiste en la mera negación de Dios, una negación que los teólogos ya conocían desde la Antigüedad; el mayor sacrilegio consiste en desatar el lazo, secretamente custodiado por la Iglesia, entre el ser y el λόγος, mostrar su naturaleza fortuita y aleatoria, su falta de fundamento, su funcionamiento político. San Nemo, y con él los neminianos, liberan al ser y al λόγος de su pertenencia recíproca, de su mutua remisión metafísica, los dejan ser afuera de sí mismos, en ese espacio imposible donde sólo sobreviven la parodia y la paradoja.

Este “Nemo-Kult” (cfr. Lehmann, 1922, p. 241), sin embargo, desaparece en poco tiempo. Habrá que esperar varios siglos para que la literatura contemporánea, a partir de figuras como Hölderlin, Rimbaud, Mallarmé, Poe o Baudelaire, recupere ese espacio paradójico abierto por Nadie, y establezca, en un mundo donde no hay ni dioses ni hombres que adorar, el culto más allá de todo culto, el himno más allá de la gloria, la secta de Nadie, la Secta Neminiana.

III

El próximo hito decisivo en esta curiosa historia nos lleva al siglo XVI, a la ciudad de Estrasburgo. Esta vez no se trata de un poeta ni de un monje, sino de la figura mucho más modesta y cotidiana de un barbero llamado Jörg Schan. A principios del siglo XVI comienza a circular una versión del sermón titulada Sermo pauperis Henrici de Sancto Nemine cum preservativo regimene eiudem ab epidemia, cuya tapa ostenta un grabado en madera que representa al santo: un espacio vacío. Schan, perturbado por el vacío de la representación, decide crear una imagen que dé cuenta del santo inasible. Es así que, como portada de su poema Niemand, introduce una de las representaciones gráficas y literarias más extrañas del Renacimiento. En ella se ve una curiosa figura que camina sobre una serie de objetos domésticos, en su mayoría referidos al universo más o menos familiar de la cocina. El rasgo más peculiar de la figura, además de su aspecto harapiento, es el candado que lleva en la boca. La parte superior del grabado, cuya única copia se conserva en Münich, reza: Niemants hais ich, was jeder man tut, das zücht man mich (“Nadie es mi nombre, me culpan por los actos de todos”). El poema nos remite al espacio doméstico de un hogar de la época. En él se cuentan las excusas dadas por los sirvientes para justificarse de sus frecuentes fechorías. La respuesta es siempre la misma: “Nadie tiene la culpa” (cfr. Calmann, 1960, pp.61-71). Nemo oficia, en este caso, de chivo expiatorio. Posteriormente, Schan escribe una segunda versión de Niemand pero esta vez en un tono completamente distinto. Lejos del aspecto satírico del primer poema, el segundo Niemand elogia a Dios y a la autoridad eclesiástica encarnada en la figura papal por haberle quitado el candado de la boca.

Gerta Calmann, en su admirable artículo The picture of nobody, analiza los diferentes elementos simbólicos que están en juego en el grabado de Schan. Además del candado en la boca, Nemo lleva, por ejemplo, un ala al costado de su sombrero, referencia innegable, según Calmann, a la estupidez y la locura. Lo mismo atestigua un pájaro en el mango de su bastón. En grabados posteriores, incluso del mismo Schan, el ala del sombrero muta rápidamente hasta convertirse en un búho. Afirma Callmann: “…en uno de sus últimos retratos, el ala ha sido transformada en un búho, sentado en un nido sobre su cabeza. Parecería ser que tanto el ala de pájaro como el búho representan la locura [folly].” (1960, p.66-67).

No es casual que el símbolo de la sabiduría y de la filosofía misma, el “búho” de Minerva (en verdad se trata de un mochuelo6 y no de un búho o una lechuza), sea también, y necesariamente, el símbolo de la locura y de la estupidez. La figura de Nemo, tal como aparece en los grabados de Schan, de Brueghel y de otros artistas del Renacimiento, nos lleva a pensar que ese amor desinteresado, esa φιλíα, esa atracción por la sabiduría que el término filo-sofía parece designar, no es sino una de las formas más extremas de la locura. Ya Platón, como sabemos, lo ha presentido en El banquete. La famosa frase de Hegel “El mochuelo [“búho” en las traducciones habituales] de Minerva emprende su vuelo al caer el crespúsculo” (cfr. 1821, p. 115) adopta, en esta perspectiva, un sentido particular. La filosofía, como el mochuelo, es por cierto crepuscular, pero no porque llegue tarde respecto a lo real, sino porque su esencia misma, como quería Nietzsche y luego de él Heidegger, es profundamente intempestiva. El crepúsculo es el momento en el que Nadie aparece; Nadie, que es, por su lado, el crepúsculo de la identidad y de la persona. Nadie es el ocaso del pensamiento. No el ocaso en el sentido de fin o muerte, sino el pensamiento del ocaso, el ocaso convertido en pensamiento: la filosofía. Nadie es la figura a través de la cual se pone de manifiesto el ser crepuscular del pensamiento filosófico y, en consecuencia, del hombre occidental. Y en ese preciso momento en que el hombre sucumbe, como el Zaratustra de Nietzsche, en su propio ocaso, vemos aparecer la imagen especular, y también crepuscular, de Nadie, de ese centro para siempre, y desde siempre, descentrado, de esa forma inevitablemente deformada, de ese doble invariablemente desdoblado. Este lugar vacío, este crepúsculo de la identidad y de la persona, es lo que siempre ha sido llamado, más allá de las estrategias y los discursos propios de cada momento histórico, locura. Introducir la figura (desfigurada) de Nadie en el lugar reservado al sujeto filosófico es subvertir el pensamiento mismo, es inocular, en el espesor de un “quién” o un “qué” identificados históricamente con las diversas figuras de la metafísica (εἶδος, oὐσία, λóγος, substantia, ens, essentia, cogito, etc.), un cáncer o un virus con el objetivo de desactivar, eventualmente, su funcionamiento personal.

Nadie, cuyo ejercicio se define por un vector o un índice de despersonalización, dinamita las categorías con las cuales el hombre occidental ha podido crear su realidad y su historia. Por eso representa tanto el pensamiento como la locura, tanto el pensamiento de la locura como la locura del pensamiento. El pensamiento devuelto a Nadie: esto y no otra cosa es la locura. Ahora bien, devolverle el pensamiento a Nadie, ¿no sería eximir a la filosofía de su referencia a un sujeto?, ¿no sería absolverla de su remisión metafísica a una persona o substantia?, ¿dejarla ser en el límite del ser, fuera del ser, al lado del ser?, ¿no sería abismarla, y abismarnos, en esa luminosidad crepuscular que lleva por nombre locura?

En el centro de la filosofía, en el centro siempre descentrado, está la locura, la esquizofrenia; y la estupidez, su delegada. En esa indeterminación del término inglés folly, en esa nebulosa en la que no dejan de entrecruzarse el inglés fool con el francés folie, Nadie reclama para sí, para un “sí” que no renvía nunca a un “mismo”, sino más bien a un “otro”, a un paradójico “sí otro”, el lugar del sujeto filosófico. Pero si lo reclama, si lo solicita, no es para convertir a ese lugar en la morada del sentido, en la morada del ser y del sentido del ser; si lo requiere, si lo llama con una voz cuyo timbre ya no revela ningún matiz humano, es sólo para expropiarlo, para usurparlo y montar, en el tribunal soberano del Yo, el carnaval y la parodia de la filosofía. Por eso Nemo puede aparecer, como veremos en un grabado de Brueghel, pero también en diversas representaciones de la época, vestido de bufón. La figura del bufón o del arlequín juega un rol esencial en las fiestas de la Edad Media y del Renacimiento. En tiempos de fiesta, lo más alto, lo sagrado, es destronado y remplazado por lo más bajo, lo profano. El lugar del rey, el lugar del sujeto soberano por excelencia, es ocupado por el bufón, es decir por el tonto, el loco, el burlón. Esta inversión que hace posible la fiesta se encuentra también en la filosofía, no ya como una mera inversión, sino como una profanación o una transmutación. Así como el bufón, en los días festivos de las ferias medievales y renacentistas, ocupa el lugar del soberano, así también Nadie, el idiota, el loco, ocupa, cada vez que se eleva al pensamiento por encima de las personas y las identidades, el lugar del sujeto filosófico. No obstante, este destronamiento no constituye una excepción en el mundo de la filosofía; más bien es su condición de posibilidad, su a priori esquizofrénico, alucinógeno. La filosofía no es delirante circunstancialmente, sino en esencia, por naturaleza. Nadie no piensa (según el patrón representativo de la filosofía occidental); monta la parodia, sencillamente. Pero al montar la parodia, al introducir el carnaval en el seno del pensamiento, más que devolverlo al nivel ordinario de la doxa, del sentido común, lo arrastra hacia el sinsentido, hacia la para-doxa. Al arrastrarlo, sin embargo, no lo ubica en una altura soberana y trascendente a la manera platónica o hegeliana, no lo convierte en dialéctica o en saber absoluto, no lo eleva a un trono glorioso para contemplar, desde allí, desde ese lugar en el que Dios y el Hombre, la subjetividad divina y la humana se confunden, el reino defectuoso de la doxa; al arrastrarlo lo doblega, más bien lo repliega sobre la doxa misma, lo refleja o, mejor aún, lo simula en el mismo nivel que la doxa. La filosofía no es lo otro de la doxa, no es la episteme, el conocimiento perfecto del eidos (supra-doxa); es más bien su reflejo, también reflejado, su simulación, su alucinación (para-doxa). “Para”: la parodia, el carnaval, la lisergia.

El famoso poema de Ulrich von Hutten, Nemo, obra altamente popular de la literatura renacentista, continúa la línea crítica abierta por Schan. Lo mismo habría que decir de dramas como Auto chamado da Lusitânia, del humanista portugués Gil Vicente, donde Nemo encuentra casi por vez primera una cierta positividad (siempre paradójica). Tanto al poeta alemán como al dramaturgo portugués se aplican las palabras de Forcione:

A Hutten, como a la mayoría de los humanistas de su tiempo, le atraían muchísimo los poderes expresivos y las ambigüedades protectoras de la paradoja; vio claramente, en la celebración que hacía el sermón medieval de un no-ser, las posibilidades de expresión paradójica de ideas y sátiras serias y potencialmente subversivas… (1985-86, p. 666).

IV

El próximo momento decisivo en esta “historia neminiana” está representado por el dibujo de Pieter Brueghel el Viejo, Elck, es decir Todo-el-mundo, publicado en Antwerp en 1558 por Hieronymus Cook. En él se observa, en primer plano, a un hombre, Todo-el-mundo, caminando a plena luz del día entre objetos diversos, con una lámpara en la mano y una bolsa donde lleva sus posesiones. El mismo personaje aparece en diferentes situaciones, todas indicando la insensatez de una búsqueda material y superflua. En el fondo, a la derecha, sobre una pared, cuelga un cuadro con la imagen de Nadie: un bufón que se mira en un espejo. Al pie del cuadro dice: Nymant en ekent sy selven (“Nadie se conoce a sí mismo”).7

La inscripción que pone en juego Brueghel en la representación de Nemo no sólo invierte la sentencia, a la vez epistemológica y moral, del “conócete a ti mismo”,8 sino que también deja entrever una conexión subrepticia entre la figura de Nadie y la figura, también extraña y según Borges aberrante, del espejo. Gerta Calmann, en el artículo ya citado, realiza una comparación entre el grabado de Schan, el cual seguramente sirvió de referencia a Brueghel, con un grabado que se suponía de Lucas van Leyden, impreso también en Estrasburgo en 1515, posteriormente atribuido con fidelidad al artista alemán Hans Baldung, apodado Grien, discípulo de Durero, en el cual se puede ver a un joven montado a caballo, “con el búho en una mano, un espejo en la otra” (Calmann, 1960, p. 68), lo cual demuestra la relación estrecha que existe en la cultura renacentista entre Nemo, la filosofía y los espejos. La misma temática es perceptible en el dibujo de Brueghel. Sin embargo, más allá de esta relación obvia, existe un lazo mucho más subterráneo que conecta al Nemo del artista holandés con el mito de Narciso, un lazo que hasta el momento, me atrevo a decir, no ha sido explorado.

Sabemos principalmente por Pausanias (cfr. Descripción de Grecia, trad. 2008, IX, 31, 7-9) y por Ovidio (cfr. Metamorfosis, trad. 1983, III, 339-510) que Narciso, luego de contemplar su imagen reflejada en el agua, se enamora de sí mismo. Al no poder poseerse, al no poder apropiarse de su imagen, se deja morir. Su madre consulta a Tiresias sobre la longevidad de su hijo; el ciego adivino responde, en lo que sería su primera profecía, que viviría largo tiempo, “si se non noverit” (cfr. Metamorfosis, trad. 1983, III, 348); es decir, si es que no se conoce a sí mismo.9 Y son precisamente estas palabras de Tiresias, tal como las relata Ovidio en sus Metamorfosis, las que nos remiten directamente al Nemo de Brueghel. Como Narciso, Nemo se contempla a sí mismo, pero sólo para descubrir, en la imagen que le devuelve el espejo, el reflejo de una muerte inexorable. Tanto el agua serena de la fuente en la que Narciso ve reflejado el objeto especular de su deseo como la fría superficie del espejo en la que Nemo no divisa más que su propia ausencia conducen a sus respectivos espectadores a la muerte. No a la muerte lisa y llana, no a la muerte como mera negación, sino a la muerte en su sentido renacentista. Si seguimos las tesis de Bajtin, la muerte en el Renacimiento, tal como aparece en la obra de Rabelais, es la cara negativa de un proceso que implica necesariamente un aspecto positivo y alegre. Muerte y nacimiento son las dos facetas de un mismo proceso. Si esto es así, la muerte que representa la imagen especular de Nadie es al mismo tiempo el nacimiento de una nueva forma de vida. Muerte de la persona y nacimiento de lo impersonal. Lo que muere, entonces, es el aspecto personal o propio de Nadie; lo que nace, la fuerza impersonal de una vida no condicionada ya por ninguna forma oficial. Así como el “conócete a ti mismo” del templo de Apolo reenvía a la forma personal del sujeto racional, así la inscripción que acompaña la representación de Nemo en el dibujo de Brueghel reenvía a la imposibilidad de atribuir cualquier tipo de conocimiento a un sí mismo, a una identidad, tanto en un sentido epistemológico cuanto ontológico. Por eso el nombre NEMO que rodea al bufón en el cuadro colgado al fondo del dibujo de Brueghel no puede sino aparecer invertido: O M E N. Lo que contemplamos, entonces, es la imagen especular de una figura también especular, el reflejo de un bufón reflejándose en un espejo. El personaje que se contempla en el espejo, Nadie, somos nosotros mismos, contemplándonos en el dibujo especular de Brueghel. Vemos a Nadie como Nadie se ve en el espejo. El dibujo de Brueghel se convierte así en el espejo que, como el otro espejo sostenido por Nadie en el fondo de la escena, crea otro plano, fantástico e irreal, donde Nadie, esta vez nosotros, podemos contemplarnos a nosotros mismos. Y en este simulacro de reflejos, en este teatro especular en el que no es posible afirmar, a ciencia cierta, quién ve a quién, quién mira o es mirado, en el que un reflejo no repite más que la imagen también reflejada en un espejo, Nadie encuentra su espacio paradójico e imposible. “…no sólo es el yo que es mirado quien pierde su identidad bajo la mirada, sino el que mira y también se pone fuera de sí, se multiplica en su mirar.” (Deleuze, 1969, p. 329). Nemo abre, contemplándose en el espejo, el espacio ambivalente, que nos interpela porque es también el nuestro, de la simulación y el simulacro. No siendo ni nombre ni silencio, ni copia ni modelo, ni lo mismo ni lo otro, ni el ser ni la nada, Nemo se presenta como el gran simulador: simula ser alguien, simula ser una persona, pero sólo para acceder a una forma de vida impersonal y cósmica. Se simula humano, finalmente, sabiendo que la simulación es el único modo, y en eso radica su profunda (o superficial) ironía, de acercarse a una naturaleza o condición que ya le resulta ajena, extraña. Simula una relación existencial con el Ser, simula un sentido y un mundo; simula incluso una relación con la Nada, con el no-ser. Estas “regiones” ontológicas, sin embargo, le están para siempre vedadas. Simula un adentro, una interioridad, porque se sabe para siempre afuera, en un afuera que ni siquiera se le presenta como lo otro del adentro, sino más bien como una in-diferencia, como una zona en donde no moran ni el ser ni las palabras, ni los pastores ni los rebaños, una zona donde las únicas ovejas, como en la Odisea, ocultan meros cuerpos sin sujeto, lábiles simulacros de hombres, siluetas que se hacen llamar, paradójicamente, Nadie.

La relación entre Nadie y los espejos vuelve a aparecer, ya en el siglo XIX, en la obra de Lewis Carroll, no por casualidad llamada Through the looking-glass, and what Alice found there. El libro comienza cuando Alicia se da cuenta de que puede atravesar el espejo y descubrir qué se oculta detrás. Lo que descubre Alicia, lo que nos muestra Carroll con su estilo alucinógeno, es que detrás del espejo (no) se oculta Nadie, no la nada, sino puros efectos (incorporales, dice Gilles Deleuze), acontecimientos.

Nadie reaparece, con mayor exactitud, en el capítulo siete “The lion and the unicorn”. El rey le pregunta a Alicia si es capaz de ver a los mensajeros que ha enviado, a lo cual Alicia le responde: “No veo a nadie [nobody] en el camino.” (1898, p. 139). El rey entonces introduce la misma estrategia que hemos analizado: “¡Sólo desearía tener esos ojos (…) Para ser capaz de ver a Nadie! ¡Y además a esa distancia! ¡Es más de lo que puedo hacer para ver a la gente real, con esta luz!” (ibíd.). Luego se repite la misma situación, esta vez referida al mensajero. El rey le pregunta si ha pasado a alguien en el camino, a lo cual el mensajero responde “Nadie”. El rey, entonces, vuelve a interpretar “nadie” (nobody) como nombre propio: “Muy bien –dijo el Rey– esta joven también lo vio. Por lo tanto Nadie camina más lento que tú.” (ibíd., pp. 143-144).

El término inglés es interesante porque remite directamente al cuerpo. Nadie, en este sentido, es no-body, el no-cuerpo. No-cuerpo, aquí, no se refiere al alma o la conciencia, sino al afuera del cuerpo mismo, a lo que en el cuerpo no puede ser reducido a una identidad personal. Nadie es el no-cuerpo, pero siempre y cuando no se convierta al “no” en una mera negación, es decir, en un alma, una conciencia o un Yo. Nadie es no-body porque designa aquel cuerpo que nunca podrá coincidir consigo mismo, que nunca podrá quitarse la última máscara, aquella que lo enfrentaría con su verdadero rostro, que nunca podrá acceder al hogar estable de una identidad. Nadie tiene su propio lugar, o no-lugar, su propia tierra: no man’s land. La traducción española es correcta: tierra de nadie. La tierra de Nadie es primeramente no-man, la tierra de lo no-humano, la tierra más allá (o más acá) de la tierra, la tierra afuera de la tierra, al lado de la tierra. Del otro lado del espejo, entonces, la tierra de nadie, la tierra de no-body, la no-tierra. Esta no-tierra, de todos modos, no designa otro mundo, invertido, absurdo; designa más bien el afuera del mundo y del sentido, el non-sense, el cual no significa la ausencia de sentido sino la íntima complicidad, como ha mostrado Deleuze, entre el sentido y el sinsentido; es decir, la naturaleza paradójica del sentido y del ser. Por este motivo, Nadie, como paradigma de una concepción paradójica del ser, es el espacio que se abre más allá del hombre. No es el mundo invertido, repetimos, no es la nada que se opone al ser; es la paradoja de un sentido que corre en las dos direcciones, hacia ambos lados del espejo. Vemos a Nadie, en consecuencia, surgir en el límite mismo del espejo, donde los dos mundos se acoplan sin por eso confundirse, diferentes pero indistintos: un mundo que tiende a la persona, a alguien, Todo-el-mundo (en la obra de Brueghel); otro mundo que tiende a lo impersonal, a nadie, al sinsentido. De este lado del espejo: el hombre, lo humano, el sentido, “la identidad de una persona y la integridad de un cuerpo en un yo responsable” (Deleuze, 1969, p. 338); del otro lado: lo ultrahumano, lo parahumano, el sinsentido, “el cuerpo desintegrado, el yo disuelto.” (ibíd.). Y haciendo jugar estos dos vectores divergentes, estableciendo un perímetro (en un sentido militar) de conflicto, un perímetro sin espesor, como la superficie suave de un espejo, el lenguaje se muestra finalmente como simulacro, como el espacio mismo de los simulacros. “El lenguaje es a su vez el doble último que expresa todos los dobles, el simulacro más alto.” (ibíd.). El concepto de doble, íntimamente ligado a la figura, también doble, del espejo, no debe, sin embargo, confundirnos. Por eso es necesario liberar al espejo de su complicidad con la filosofía de la representación. Y esa es precisamente la importancia de obras como las de Lewis Carroll, Pierre Klossowski o Borges. En ellas, el espejo ya no reproduce una imagen, ya no dobla meramente un sujeto y un objeto, asegurando, en este doblez, la relación de representación. En Borges, por ejemplo, el espejo no sólo repite, más bien multiplica. “Infinitos los veo, elementales / Ejecutores de un antiguo pacto, / Multiplicar el mundo como el acto / Generativo, insomnes y fatales.” (1967, p. 62). Lo mismo en Klossowski o en Carroll. El espejo de Alicia no reproduce el mundo ordenado de las identidades, no nos ofrece simplemente la imagen invertida de las personas y las cosas. El espejo hace correr los dos vectores al mismo tiempo, los impulsa, en un movimiento profundamente paradójico, en las dos direcciones, hacia los dos extremos. El valor de la literatura contemporánea radica en la estrategia con la cual libera al espejo de su afinidad con la representación clásica. El espejo no niega, es decir, no “reproduce”, no imita, no invierte, no du-plica; multi-plica, en cambio, produce, transmuta (en el sentido nietzscheano del término), profana. Es la misma diferencia –táctica, estrategia, uso– que define a la simulación (y al simulacro) frente a la representación. “Mientras que la representación intenta absorber la simulación interpretándola como falsa representación, la simulación envuelve todo el edificio de la representación misma como simulacro.” (Baudrillard, 1981, p. 16). La simulación no es la ilusión, no es la imagen falsa; es la desactivación del binomio verdadero-falso, lo falso, como en Nietzsche, convertido en potencia de afirmación. Ni lo real ni lo irreal dan cuenta fehacientemente, para Baudrillard, de la naturaleza (desnaturalizada) del simulacro y la simulación, sino lo hyperreél (hiper-real). Es como si Nadie hubiese saltado más allá de las distinciones fundamentales de la metafísica occidental, aplastando, en un mismo movimiento, el entramado y la esencia de lo humano, del hombre occidental, el entramado de la esencia y la esencia del entramado. Y la parodia (o la sátira) de Nadie consiste en haber aplastado el fundamento metafísico de lo humano justamente con el instrumento en el cual el hombre, durante siglos, se había reconocido, y, a partir de tal reconocimiento, había construido la morada fundacional y mítica de su identidad. La parodia es haber “deconstruido” la forma personal, la forma jurídica y ontológica, es decir política de la “persona”, con el objeto cuyo reflejo había hecho posible la constitución histórica de esa misma forma personal. Por eso Nadie puede (y debe) contemplarse en un espejo; por eso Brueghel y otros artistas renacentistas pueden representarnos a Nemo observándose en un espejo. El espacio, a la vez paradójico y fantástico, que descubre Alicia del otro lado del espejo es también, y necesariamente, el espacio de Nadie, es decir el espacio donde proliferan nombres que no nombran, palabras que no remiten a personas, cuerpos sin identidad. Este es el verdadero teatro de la simulación, el escenario que no conduce al centro privilegiado de un espectador puro, sino a otro escenario, como en Pirandello, todavía más irreal, todavía más extremo. Nadie mira, Nadie es mirado: simulacro. “Nos hemos convertido en simulacro, hemos perdido la existencia moral para entrar en la existencia estética.” (Deleuze, 1969, p. 297). Es preciso considerar esta frase de Deleuze y sopesarla en toda su profundidad. Ser un simulacro es perder la existencia moral para adoptar una existencia estética. De este lado del espejo la moral, el bien y el mal, el orden instituido; del otro lado la estética, el más allá del bien y del mal, la inocencia. El espejo no sólo divide las personas de las singularidades, no sólo delimita el hogar de alguien de la tierra de nadie, sino que muestra, en el mismo momento en que efectúa la delimitación, la íntima relación entre alguien y la moral, entre la persona y la conducta moral, así como también entre nadie y la estética, entre la singularidad y la existencia estética. Abandonar la moral no significa abismarse en un caos axiológico, en una ausencia de valores; significa más bien conferirle a la axiología un estatuto estético, remitir la moral, como quería Nietzsche, a un paradigma estético. Sólo una persona, una identidad personal es capaz de adoptar una conducta moral. Nadie no posee moral, o, mejor dicho, su moral depende de una estética más profunda, aunque también más liviana. La ética de Nadie es una estética, un adiestramiento de la sensibilidad. Por tal razón, lo que encuentra Alicia del otro lado del espejo no es sino un mundo de afectos, de singularidades, de reflejos sin nombre, de simulacros, de palabras que corren en múltiples direcciones, de rostros que se ocultan detrás de máscaras: “tras cada máscara, una máscara más” (Deleuze, 1969, p. 304).

En un breve relato que forma parte de El hacedor, titulado “Everything and nothing”, Borges avanza una serie de reflexiones acerca de la figura misteriosa de Shakespeare. “Nadie hubo en él [comienza Borges]; detrás de su rostro (…) y de sus palabras (…) no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien.” (1967, p. 43). Borges nos adentra en el ser mismo del leguaje en general y de la literatura en particular. Escribir es convertirse en Nadie, es perder el rostro, como decía Foucault, para no encontrar detrás de las palabras más que un frío, un sueño, una cierta luminosidad: un estilo. Escribir, entonces, es simular. “Instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie…” (ibíd.). Estas líneas de Borges esconden toda una política y una ética (que es también, como vimos, como vio Foucault, una estética). El escritor introduce la simulación en el lenguaje, se instituye él mismo como Nadie; es decir, se instituye sólo para destituirse. Detrás de las palabras, en el lugar soberano que le estaría reservado al centro unívoco del sentido, se esconde Nadie, no una persona, sino un frío, ni quisiera un sueño: un sueño no soñado. Y sin embargo, quizás sea preciso convertirse cada tanto en alguien; adoptar, como un actor, como Shakespeare, los atuendos de una persona, los gestos de un sujeto identificable. Este movimiento pendular que va de alguien a nadie y viceversa constituye una forma de ética y de praxis (afuera, acaso, de la praxis misma); es decir, una forma de vida que excede el espacio de la literatura y atañe, en un sentido general, a la vida en común. Ser alguien o nadie dependiendo de las circunstancias. En este deslizamiento de la persona a lo impersonal, de lo impersonal a la persona, la vida misma se presenta como simulacro. Incluso Dios, en el relato de Borges, no es realmente, o es sólo esta oscilación entre el ser y la nada. “Yo tampoco soy; (…) y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres muchos y nadie.” (ibíd., p.45). “Muchos” como sujeto político, cuando las circunstancias lo requieren; “nadie” como sujeto ontológico, es decir como no sujeto, como diferencia o multiplicidad. Vemos así el divorcio entre el ser y la praxis, entre la ontología y la política: una singularidad que se simula sujeto, alguien, muchos; una multiplicidad que se simula nadie, nada, no-sujeto.

* * *

Sabemos que los espejos más antiguos, a diferencia de la opinión popular, no provienen de China sino de Anatolia y se remontan a 8.000 años a. C. Los primeros espejos de los que se tiene registro fueron descubiertos por el arqueólogo británico James Mellaart en el asentamiento neolítico de Çatal Hüyük (también conocido como Çatalhöyük), actualmente Turquía (cfr. Enoch, 2006, pp. 775-781). Más allá de su origen geográfico, lo cierto es que los espejos parecen acompañar la historia del hombre occidental a partir del neolítico. Los encontramos desempeñando un papel central en la civilización egipcia, como también en la civilización china y en la precolombina. En el mundo antiguo, sin embargo, el espejo no posee el sentido moderno que lo vincula íntimamente con la representación. No funciona, allí, como metáfora de la representación; es decir, como una mera reproducción de lo real. El universo simbólico que posee el espejo en las culturas antiguas es mucho más amplio y complejo que en su versión moderna. En las culturas más diversas de la Antigüedad los espejos no sólo reflejan el mundo “real” de las cosas, sino que funcionan como objetos mágicos que forman parte del mundo religioso y sobrenatural. En un interesante artículo aparecido en la revista Optometry and vision science, en octubre de 2006, podemos leer:

En estas sociedades [las sociedades egipcias y mesopotámicas], los espejos eran a veces usados para simbolizar creencias religiosas o de otra naturaleza. (…) A veces eran usados para simbolizar el yo interior [inner self]; proveían también un modo de “mirar atrás” [look back]. Se les atribuía propiedades mágicas a los espejos, los cuales servían para hacer fuego, como armas, y como dispositivos para detener el tiempo. (Enoch, 2006, p. 777).

Podemos ver de este modo que la relación entre el espejo y el yo, entre el espejo y el autoconocimiento, tal como aparece en el dibujo de Brueghel, posee una historia milenaria que lo remite, no sólo al mundo egipcio y mesopotámico, sino también a la civilización china, sobre todo a partir del tercer milenio a. C.

Aquí también, se creía que los espejos poseían propiedades especiales, incluyendo la posibilidad de mirar atrás en el tiempo [look backward in time] (y mantenerse alerta) y de verse a sí mismo [to see oneself] como uno es (ser consciente de los errores); se les atribuía también propiedades mágicas. Estas características son similares a las discutidas anteriormente en relación a los espejos antiguos en general y egipcios en particular. (Enoch, 2006, p. 778).

Este simbolismo mágico aparece también en las culturas precolombinas, como los olmecas o los mayas, en las cuales los espejos eran usados no sólo para reflejar el mundo cotidiano de las cosas y las apariencias sino también “para hacer fuego, para la auto-contemplación [self-contemplation], la medicina, la adivinación y la astronomía.” (ibíd., p. 779). En consecuencia, entre las propiedades mágicas atribuidas a los espejos se cuenta la de revelar, a través de un reflejo cuyo alcance va mucho más lejos que el de la mera representación, el yo interior de la persona que se contempla en su superficie. Esta característica, como sostiene con vehemencia el autor del artículo citado, es común a todas las culturas antiguas. Hay que notar, sin embargo, que el Yo del mundo antiguo difiere radicalmente del Yo moderno. Lejos de aludir a una identidad, el Yo interior (el inner self) de los pueblos primitivos designa aquella parte de la persona que pertenece a los dioses, a los animales, a las plantas, al mundo impersonal del cosmos. El sujeto nunca es propietario de su Yo, o, mejor dicho, el Yo no es la forma privilegiada de la subjetividad antigua. El autoconocimiento del hombre antiguo consiste en actualizar todas las potencias impersonales y cósmicas que lo constituyen como tal. El espejo, en este sentido, convoca, mediante su poder reflexivo, las múltiples fuerzas que atraviesan al hombre y lo descomponen en un éxtasis cósmico, en una pérdida de la identidad personal.10

Todavía en el mundo medieval, ya profundamente trasformado en sus estructuras culturales y económicas, el speculum sigue gozando de ese halo misterioso y mágico que le había conferido el hombre antiguo. Sobre todo, sigue evocando ese vínculo íntimo con la muerte que poseía en las sociedades primitivas. En efecto, la mayoría de los espejos antiguos se han encontrado en tumbas, féretros o sarcófagos. No sólo como ofrendas a personas distinguidas sino también en las tumbas más modestas. El artículo citado es contundente al respecto: “Los primeros espejos conocidos fueron recuperados de tumbas en Anatolia…” (Enoch, 2006, p.775); “Los primeros espejos chinos aparecieron como elementos en tumbas...” (ibíd.); “En una tumba real, datada entre el 800 a.C. y el 200 d.C., se encontró un mosaico espejado hecho de pirita ferrosa.” (ibíd., p. 779); etc. La presencia de los espejos en las cámaras mortuorias y las tumbas de la Antigüedad no se explica al incluirlos entre los objetos que debían acompañar al difunto en la otra vida. El espejo no es un objeto más entre otros. Es el umbral que conecta los mundos, el mundo cotidiano de la persona con el mundo mágico de las potencias impersonales. Al hacer posible el acceso al mundo sobrenatural, al mundo afuera del mundo, el espejo implica la muerte de la persona, la muerte de la identidad. El hombre muere como hombre para renacer como espíritu, como animal, como agua, como viento.

En el mundo moderno el espejo pierde esta intimidad con la muerte. No refleja más el Yo interior del hombre antiguo, es decir, la multiplicidad de las fuerzas cósmicas que se ocultan detrás de la persona. No oficia, ya, como el portal a la contemplación verdadera del otro mundo y del otro tiempo. El espejo, a partir del siglo XVII, se limita a reflejar, con una asepsia rigurosa y metódica, los rasgos de un cogito autoevidente. Metáfora de la introspección consciente, el espejo recorre y refleja todas las vicisitudes del sujeto moderno. Y si su superficie llega a espejar alguna vez un cuerpo, no es ni el cuerpo cósmico del hombre antiguo ni la carne pecaminosa del cristiano medieval, sino la anatomía de un organismo recorrido de punta a punta por la mirada “neutral” de la medicina (cfr. Le Breton, 2005).

Este nuevo paradigma representativo ha implicado una profunda reestructuración de los fundamentos y los saberes (del fundamento de los saberes) del sujeto moderno. Diluyendo ahora los vínculos que aunaban, en una misma experiencia, el espejo y la muerte, el espejo como muerte del yo y de la identidad personal, la Modernidad crea las condiciones para que surjan, en el límite de las instituciones y de los discursos, toda una serie de figuras que reclamarán la fuerza impersonal de la vida. En esta zona de anormalidad, en el espacio marginal que Michel Foucault ha identificado con lo monstruoso (cfr. Foucault, 1999), en las nuevas formas que adoptan los seres que poblaban los bestiarios medievales, la figura del vampiro, sobre todo en su relación con los espejos (metáfora privilegiada, si se quiere, del ideal representativo), ocupa un lugar central.

Es sabido, sobre todo a partir de la novela de Bram Stoker, que los vampiros no se reflejan en los espejos. “No proyecta ninguna sombra, no se ve reflejado en el espejo…” (Stoker, 1897, pp. 222-223), explica el Profesor Van Helsing. El vampiro, del serbio wampira (wam: sangre, pir: monstruo), es primeramente el que no puede ser reflejado por el espejo de la Modernidad. Pero en la medida en que escapa al espacio reflexivo del espejo, el mismo espacio que revelaba la verdad del hombre moderno, el vampiro se ubica desde el inicio afuera del hombre, afuera de lo humano.

Podía verlo sobre mi hombro. ¡Pero no había ningún reflejo suyo en el espejo! Podía ver toda la habitación detrás de mí, pero ningún signo revelaba la presencia de un hombre, excepto de mi mismo [myself]. (Stoker, 1897, p. 24).

En efecto, el espejo moderno no revela la presencia de ningún hombre, excepto el sí mismo de Jonathan Harker. El universo simbólico que rodeaba al espejo antiguo e incluso medieval ha cambiado radicalmente. De reflejar el Yo interior, es decir, el afuera de la persona y de la identidad, el espejo ha pasado a reflejar el cogito, el yo consciente, la esencia misma, explicará Descartes, de lo humano (cfr. Descartes, 1908, p. 121). Por eso el vampiro, el muerto vivo, el Undead, representa el afuera del espejo, el afuera de la representación y, en consecuencia, el afuera del hombre. En la figura del vampiro, entonces, se reanuda la alianza, aunque en un sentido inverso al antiguo, entre el espejo y la muerte. Ahora el espejo no refleja más lo para-humano o lo in-humano; lo expulsa, más bien, hacia un afuera inverosímil y fantástico. De aquí en más lo sospechoso será aquello que no pueda, como los vampiros, reflejarse en los espejos. El gran encierro (grand renfermement) que comienza, para Foucault, alrededor del siglo XVII tiene como objetivo fundamental normalizar, es decir disciplinar, analizar, controlar todas aquellas desviaciones que de algún modo u otro quedan fuera del espectro reflexivo del espejo moderno. El vampiro, en este sentido, en la medida en que designa el afuera del espejo, la imposibilidad del reflejo, se convierte en la figura paradigmática, junto con la locura, de lo anormal y lo monstruoso; es decir, de lo para-humano. No por casualidad Gilles Deleuze, cuya filosofía se distancia abiertamente del paradigma representativo, compara el pensamiento (el funcionamiento filosófico del pensamiento) con la figura monstruosa del vampiro: “El pensamiento es como el Vampiro, no tiene imagen, ni para crear modelo, ni para hacer copia.” (Deleuze y Guattari, 1980, p. 468). En tanto no tiene imagen, es decir, en tanto no puede ser reproducido por el mecanismo especular de la máquina moderna, el vampiro no posee ni modelo ni copia. Ahora bien, aquello que excede al modelo y a la copia, aquello que en lugar de duplicar multiplica, aquello que desactiva el sistema platónico de los arquetipos y las imitaciones es lo que hemos llamado, siguiendo a Deleuze y Baudrillard, simulacro. Y precisamente porque su existencia no es más que una simulación de la vida y de lo humano, el vampiro es también Nadie. Como el bufón del dibujo de Brueghel, absuelto ya de buscarse a sí mismo, deambula por el mundo como un extraño, contemplando en los espejos la imposibilidad de la contemplación, la levedad de una niebla, el rostro monstruoso e impersonal de Nadie.

V

Nietzsche ha conocido en su propia vida, y también en su obra, en su vida-obra, las tensiones pendulares de la locura. Pocos han experimentado esa oscilación desgarradora que va de alguien a nadie y de nadie a alguien. En el punto justo en el que la vida se confunde con la obra y ésta, como en el caso de Rimbaud, con la vida, en el “-” del bloque “vida-obra”, que en lugar de separar vuelve indiscernibles e indistintas la escritura y la vida, Nietzsche se ha demorado, con el riesgo que eso supone, para explorar, desde esa demora sin morada, los polos extremos de esta oscilación. Desde ese lugar imposible, porque es el lugar de Nadie, ha intentado combatir el riesgo del ocaso con la positividad de la aurora. Es la tensión profunda que detecta Klossowski en la vida y el pensamiento del filósofo alemán. La vida y el pensamiento: toda la obra de Nietzsche se construye sobre el lugar paradójico de esa “y”, de esa conjunción que vuelve indistinguibles, bajo la luz prístina del mediodía dionisíaco, la filosofía y la vida. El cuerpo de Nietzsche, con sus migrañas, su sífilis, sus trastornos digestivos, se convierte así en el cuerpo de Occidente, con sus dramas, sus enfrentamientos, sus derrotas y sus victorias. La fisiología se vuelve historia. Los síntomas fisiológicos son también síntomas históricos. El cuerpo y el pensamiento, el cuerpo del pensamiento y el pensamiento del cuerpo, el hilo conductor de la verdadera filosofía, se funden y se expulsan, convergen y divergen, en un doble juego, expropiados por una doble fuerza: una que los arrastra hacia el caos de los afectos inconscientes y otra que los conduce a la forma personal de una conciencia. Un doble juego en el que vuelve a aparecer, como corolario de nuestro recorrido genealógico, la figura paradójica de Nadie, esta vez expresada en la ambigüedad del término francés personne.

La actividad cerebral gracias a la cual el cuerpo humano adopta la posición erguida termina por reducir su presencia a un automatismo: el cuerpo en tanto que cuerpo no es más sinónimo de sí mismo: instrumento de la conciencia, se convierte en el homónimo de la «persona». Cuando la actividad cerebral disminuye, el cuerpo solo está presente, pero ya no pertenece realmente a nadie, y aunque haya conservado todos los reflejos que pueden recomponer una y misma persona, la «persona» está ausente. (Klossowski, 1969, p.53).

La conciencia introduce, en la medida de sus posibilidades, la persona en la profundidad del cuerpo, es decir, automatiza el cuerpo, lo educa para que los impulsos que lo recorren no amenacen la identidad del yo. La conciencia hace del cuerpo un “cuerpo dócil.” Cuando la actividad consciente disminuye, sostiene Klossowski, el cuerpo no pertenece a Nadie, es el cuerpo de Nadie. Klossowski juega con el doble sentido, ambivalente, de la palabra francesa personne: persona y nadie. Como la palabra partage, personne permite esta lectura paradójica. El cuerpo no pertenece a la persona, pertenece a Nadie. De Nadie, como vimos, se puede predicar la pertenencia sin por eso remitirla a un sujeto o a una conciencia. El cuerpo no pertenece a personne, puede decir Klossowski, pensando personne como sinónimo de persona; pero también puede decir, aunque de hecho no lo haga, que el cuerpo pertenece a personne, pensándola, esta vez, como nadie. El término personne desarticula la dicotomía propio / impropio. Atribuir la posesión del cuerpo a nadie es igual que no atribuírsela. Nadie no es un sujeto; es, por el contrario, la imposibilidad de todo sujeto. La transmutación nietzscheana, tal como es leída por Klossowski, designa el pasaje de la persona, como sujeto fáctico y gramatical, a Nadie, como no-sujeto, como afuera del sujeto. Se reconfigura, en este caso, la vieja estrategia de Odiseo, la misma que Radolfo supo elevar al plano de la santidad, la que Schan grabó en el imaginario del Renacimiento, la que Brueghel dibujó reflejada en un espejo, el mismo que atravesó Alicia, quizás, para descubrir al otro lado los inasibles destellos de Nadie, los mismos que aterraron a Borges ya desde su niñez.

Conclusión

La historia que hemos intentado reconstruir sumariamente en este estudio posee un objeto escurridizo; de alguna manera se ha tratado, tal como hemos visto, de volver visible la figura esquiva de un no-objeto, que es también, por supuesto, un no-sujeto: Nadie. Lejos de pretender hacer una historia exhaustiva de Nadie, hemos intentado utilizar esta curiosa figura como una clave de lectura de nuestra subjetividad, o de las diversas formas de subjetividad que nos definen incluso actualmente. Nadie, en este sentido, más que ser un objeto historiográfico, se revela como una estrategia, un uso posible de la subjetividad, una “función operatoria, un rasgo.” (cfr. Deleuze, 1988, p. 5). La figura de Nadie, el topos que inaugura, el no-topos, nos permite ver, por un lado, cómo se ha ido construyendo la subjetividad humana, bajo la forma preminente de la persona, no sólo en un plano lingüístico sino también ontológico y fundamentalmente político; y por otro lado, nos permite comprender los posibles movimientos (en un sentido táctico-militar) que constantemente, como su contrapartida fatídica, tienden a deconstruirla y desarticularla. No es casual que desde Homero en adelante la figura de Nadie, en todas sus variantes, aparezca siempre como una estrategia de evasión frente al poder: frente a Polifemo (ojo único: sentido unívoco, máquina de captura), frente a la Iglesia (Radolfo), frente al hombre común (Brueghel), frente al sentido común (Carroll), frente a la forma personal (Borges, Klossowski). Todas estas figuras, o mejor dicho, estos diversos simulacros de una misma figura, de una figura que nunca podrá ser considerada la misma, nos permiten vislumbrar el carácter político del dispositivo personal, y a la vez, o por eso mismo, su naturaleza contingente. El hombre occidental, como bien ha mostrado Esposito, se ha configurado a partir del concepto de persona. De todas formas, el registro de lo personal, en sus diversas modalidades (políticas, jurídicas, bioéticas, etc.), no agota el espectro plástico de lo humano. En este artículo he intentado volver visible, con las aporías que eso conlleva, este afuera de la persona y del sujeto, tanto desde un punto de vista político como ontológico (la figura de lo impersonal y de lo neutro remiten respectivamente a ambas perspectivas).

Casi al final de Terza persona, Esposito se pregunta, en relación a Foucault: “¿qué es aquello que somos – más allá o antes de nuestra persona – y de lo que nunca podemos apropiarnos?” (2009, p. 198). La respuesta no es otra que la vida, la vida del afuera que Gilles Deleuze definía, también en un texto sobre Foucault de 1986, como una “física de la materia primera o desnuda.” (cfr. 1986, p. 79). En este sentido, el afuera de la persona, y por lo tanto también el afuera del sujeto, viene a coincidir con la vida misma, con esa materia informe, no formada, con esa Vida con mayúsculas que Deleuze, casi en toda su obra, ha situado en el centro de su ontología. Por eso Nadie, como figura eminente de lo impersonal, requiere de una ontología de la vida, de una concepción del ser, según hemos visto a lo largo de este estudio, basada en el desposeimiento y en la impropiedad. La vida se revela como aquello que nunca, más allá de los diferentes dispositivos que pretenden capturarla, puede ser totalmente apropiado. Por eso la figura de Nadie, en su profunda ambigüedad, tiende a hacer coincidir esta mutua solicitud: lo impersonal, la no-persona o el no-sujeto (en un plano político) con lo neutro, el afuera, la Vida (en un plano ontológico). Se vuelve perceptible, en este sentido, la tensión constitutiva de lo humano en cuanto tal: el vector personal, subjetivo, propio, que tiende a replegarlo sobre una forma estable y codificable de identidad; el vector impersonal, impropio, neutro, que tiende a desplegarlo en un afuera informe y múltiple que coincide con la vida misma.

En el rostro de Nadie, paradójicamente sin rostro, en ese rostro sin persona, en ese afuera del rostro, nos reflejamos también nosotros, y lo que vemos, en los destellos monstruosos de ese reflejo, en la imagen espectral que se oculta del otro lado del espejo, es el espesor vacío de una simulación, de un simulacro, el de nuestra propia identidad. Nos damos cuenta, finalmente, de que en las múltiples máscaras que esconden (y a la vez muestran) nuestros rostros, en los escenarios fantásticos que conforman este teatro especular (y espectacular), allí donde Alguien, mundano y veraz, simula ser Nadie, donde Nadie, espectral y austero, simula por momentos ser Alguien, allí, en ese límite imposible, como el espejo de Alicia, se juega todo lo que somos, nuestra ontología y nuestra política, lo que en la ontología y la política ya no puede ser llamado “nuestro”: la ontología, la política de Nadie.

VI – Apéndice

El personaje del capitán Nemo, tal como aparece en Vingt mille lieues sous les mers y L’île mystérieuse, es una de las últimas y más significativas reapariciones de Nadie en el mundo occidental. Nemo es el nombre o, mejor aún, lo que en un nombre escapa al trabajo de la identidad nominal, que adopta lo humano cuando es excedido y abismado en su afuera. Este personaje enigmático, “fuera de las leyes humanas” (cfr. Verne, 1871, p. 68), recorriendo los océanos a bordo del Nautilus, alejado de los continentes y del mundo humano, sumergido en ese “nuevo elemento” (cfr. ibíd., p. 70) que lo libera pero al mismo tiempo lo conduce a una muerte inexorable, una muerte que, sin embargo, lo consume desde siempre, no puede llamarse sino Nemo.11 Cuando la persona se desactiva, aparece Nemo, no para desempeñar el rol humano de una identidad sino la simulación, a la vez ontológica y política, de una singularidad sin sujeto personal. Cuando el capitán decide dejar de ser el príncipe Dakkar, hijo de un rajah y sobrino de Tipu Sahib, personaje real, es decir, cuando decide abandonar el mundo humano cuya expresión metafísica es la forma personal, adopta, en un gesto que inaugura un nuevo espacio ontológico y pragmático, el nombre (más allá o más acá de todo nombre) Nemo. Por ese motivo, si bien en Vingt mille lieues sous les mers el príncipe Dakkar puede adjudicarse el nombre Nemo, es sólo para asegurar pocos años después, en L’île mystérieuse, “Yo no tengo nombre…” (cfr. Verne, 1875, p. 564). Nemo, de este modo, es el cáncer del nombre, la fuerza corrosiva que vuelve imposible, cada vez que resulta proferido, la institución de una relación de propiedad entre el nombre y la persona que presuntamente ese nombre encarnaría. Lo que hace el capitán Nemo, sintetizando de alguna manera las diferentes máscaras adoptadas por la figura de Nadie a lo largo de esta genealogía provisoria que he intentado reconstruir, es desactivar la relación de propiedad que, como en In der Strafkolonie de Kafka, adjudica a cada cuerpo una forma y un nombre; es decir, convierte a la forma en forma propia y al nombre en nombre propio. Nemo, por el contrario, genera una suerte de limbo, una zona difusa entre el nombre y el no tener nombre, entre la persona y el anonimato, entre el rostro y la clandestinidad, que abre el espacio imposible de la vida contemporánea. Surge así la paradoja que ya Homero ha presentido en la Odisea: tener por nombre Nemo es lo mismo que no tener nombre. Cuando el capitán se hace llamar Nemo le confiere a la negatividad inherente al término una cierta positividad, lo mismo que Odiseo o Radolfo, pero una positividad que lo devuelve, en su misma locución, a esa negatividad que paradójicamente lo constituye como afuera del nombre y de la persona. Cuando afirma, en cambio, no tener nombre, lo que hace es poner de manifiesto la negatividad que atraviesa, desde Homero en adelante, la figura inasible de Nadie. Llamarse Nemo, en consecuencia, es haber conquistado, como quería Deleuze, una cierta “clandestinidad”, es haber perdido el rostro para descubrir, en las esquirlas de la identidad metafísica, la serenidad de una vida sin nombre ni persona.

Es el inmenso desierto donde el hombre no está jamás solo, pues él siente temblar la vida a sus costados. El mar no es sino el vehículo de una sobrenatural y prodigiosa existencia; no es sino movimiento y amor; es el infinito viviente, como lo ha dicho uno de vuestros poetas. (Verne, 1871, p. 74).

Nemo no sólo designa una mera broma en la que se pone de manifiesto el carácter absurdo del lenguaje, lo que sale a la superficie cuando la palabra Nadie es proferida o escrita: es el sinsentido mismo del lenguaje, el fondo paradójico del sentido y del sujeto representativo. “La broma misma es inherente a la estructura del lenguaje, y radica en la imposibilidad de definir o describir algo negativo excepto paradójicamente.” (Calmann, 1960, p. 60). Nemo designa, por ello, un dispositivo muy especial, la máquina lingüística misma como productora de sentido; es decir, el aparato cuyo funcionamiento produce el sentido como efecto y el efecto como sentido (claro que un sentido animado siempre por una proliferación profundamente insensata). De allí la íntima relación de Nadie con la esquizofrenia.

Acierta Gerta Calmann cuando identifica a Nadie con una negatividad que sólo puede ser definida a partir de la paradoja. En efecto, la negatividad propia del lenguaje, aquella que se confunde, desde Platón hasta Hegel, con la misma estructura lingüística, no es la negatividad de la dialéctica; es más bien una negatividad cuyo funcionamiento obedece sobre todo a las leyes divergentes e imposibles de la paradoja. El “para” que se distancia de la doxa no viene a ubicarse en una superioridad jerárquica a la manera platónica o hegeliana (ἐπιστήμη, διαλεκτική, διάνοια en Platón; Idee, Begriff, Vernunft en Hegel). El “para” de la para-doja hace referencia más bien a un afuera de la doxa que no adopta, por el hecho de suponer una cierta exterioridad, rasgos trascendentes. La paradoja se ubica, por decirlo de algún modo, al lado de la doxa, en su propio límite, y en ese límite es preciso leer las aventuras de Nadie.

Nadie crea un espacio de suspensión entre dos vectores, uno oficial, hegemónico, metafísico, que tiende a la persona y a la propiedad, tanto del nombre como del sujeto; otro subversivo, esquizofrénico, múltiple, que tiende a lo impersonal y a lo impropio. Al desactivar el mecanismo binario del dispositivo lingüístico, Nadie, a través de una estrategia que le es propia y que lo define como el afuera de toda forma de subjetividad, deja ser al lenguaje en su desnudez, lo muestra en su realidad paradójica y ambivalente. Y haciendo esto, pone de manifiesto también, con un gesto específico y austero, la constitución (política) misma del sujeto occidental. Si la historia que relata Odiseo en el canto IX puede ser considerada la broma más antigua de la humanidad es porque ella muestra, mediante un uso paradójico del lenguaje, el humor inherente al proceso de subjetivación mismo, el humor que bifurca, como los senderos de Borges, la constitución del sentido y del hombre. El humor de Nadie consiste en convertir en sujeto, lógico y ontológico, lo que no puede ser subjetivado, lo que no deja de escapar, como Odiseo, de las redes de la identidad y de la univocidad del sentido. Al intentar subjetivar lo que desde siempre ha permanecido fuera de todo sujeto, Nadie expone, y al exponer subvierte, el funcionamiento efectivo o “efectual” de la subjetivación; es decir, el mecanismo o el proceso por el cual una singularidad se convierte en sujeto, en persona, en identidad. La paradoja de Nadie, entonces, funciona en dos planos: uno lógico, otro ontológico. Lógico en la medida en que la paradoja, como asevera Calmann, es inherente a la estructura del lenguaje mismo; ontológico, por su parte, en la medida en que esa misma paradoja da lugar a un ser, o a un no-ser, tal como observa Alban Forcione, que sólo puede ser pensado a partir del desposeimiento,12 es decir, como una limitación o negatividad problemática. La figura de Nemo, en este sentido, no haría más que poner en entredicho la relación entre el ser y el poseer. Y es precisamente en esta relación difícil de pensar donde se han gestado las grandes categorías de la metafísica occidental. Nadie mostraría, entonces, el límite que tiende, o ha tendido históricamente, a confundir la ontología con la posesión; es decir, el límite que ha hecho posible pensar el ser en una relación esencial, políticamente esencial, con la propiedad. Y si Nadie puede ser considerado por Forcione como el modelo de una concepción del ser basada en el desposeimiento, es en la medida en que Nadie, el dispositivo subversivo que es Nadie, desconecta al ser del poseer; es decir, desactiva el mecanismo por el cual se convierte al ser en un asunto de propiedad. Este mecanismo de apropiación, simultáneo a la constitución de la metafísica occidental, se despliega a lo largo de la historia humana, acaso como la estructura misma de esa historia, y llega incluso a formas mucho más familiares para nosotros, como el psicoanálisis, la fenomenología o la filosofía analítica. Conceptos como los de conciencia, autoconciencia, cuerpo propio, cogito, persona, etc. pertenecen al campo abierto por este mecanismo metafísico. Nadie expone, en suma, el modo en que el hombre occidental se ha constituido a sí mismo a lo largo de la historia, el modo en que se ha apropiado de su ser y, al hacerlo, se ha convertido en alguien, ha comenzado a ser una persona. Al ex-poner, es decir al poner afuera, la paradoja inherente a la maquinaria lingüística, Nadie im-pone, en ese mismo movimiento, la im-posibilidad de apropiación del ser, es decir, el ser como desposeimiento. Y si lo humano siempre se ha formado en el interior de lo posible, en el gesto político y soberano de apropiación del ser, entonces debemos pensar a Nadie como el paradigma de lo no-humano, como el modelo de lo imposible, como aquella “figura de sombras, desnuda y retraída, agazapada en los márgenes de la cultura” (Forcione, 1985-86, p. 3), en cuyas máscaras muchas veces satíricas comenzamos a vislumbrar, a casi tres mil años de su primera aparición, la imagen especular, y por eso siempre ajena, de lo que hemos sido y de lo que, quizás, una vez rota la alianza entre el ser y la propiedad, podemos llegar a ser.

Este “hombre que ha roto con la humanidad” (cfr. Verne, 1871, p. 69), este hombre en cuyo gesto evasivo debemos ver a la vez un exilio y una subversión, un exilio de lo humano, de la identidad, de la persona, del ser, y una subversión, como en las fiestas paródicas de la Edad Media y del Renacimiento, de las normas y los códigos oficiales, este hombre que, en el movimiento mismo de ruptura con la humanidad, ha roto también con su propia condición humana, no puede seguir llamándose ya, con propiedad, hombre.

A partir de este día, entraréis en un nuevo elemento, veréis lo que todavía ningún hombre ha visto – pues yo y los míos no contamos más – y nuestro planeta, gracias a mi, va a revelaros sus últimos secretos. (Verne, 1871, p.70).

Si Nemo y los suyos no cuentan más como hombres, si no pueden ser considerados humanos, es justamente porque, al abandonar tierra firme, han abandonado también su condición humana. Entrar en un “nuevo elemento” significa desprenderse de la condición humana, de los elementos humanos que atribuyen una forma personal a Nemo y su tripulación. El Nautilus, en este sentido, es un dispositivo, una máquina política; y los tripulantes, Nemo incluido, son sus engranajes, sus articulaciones internas. El capitán Nemo está obsesionado con las corrientes, las grandes corrientes del Océano. El Nautilus se acopla a ellas, las atraviesa, se deja arrastrar; se distancia de ellas cuando es oportuno. Los tripulantes corren por el submarino, traspasan compuertas y umbrales, del mismo modo que el Nautilus corre por las aguas, los remolinos y las mareas. Todo se licua en este nuevo elemento. El mundo humano, para Nemo, ha muerto; el “viejo elemento” ya no funciona. “Pero el mundo ha terminado para mi el día en que el Nautilus se ha hundido por primera vez bajo las aguas.” (Verne, 1871, p. 75). Cuando el Nautilus se ha sumergido por primera vez en las aguas el capitán ha dejado de ser el príncipe Dakkar para pasar a ser Nemo, Nadie. La inmersión del submarino es también la inmersión de la persona. Dakkar remite a una persona, posee una historia, una identidad; Nemo remite a una corriente, a un olvido, a una fuerza marítima. Nemo, como Nautilus, designan funcionamientos, dispositivos: uno sumerge nombres; el otro, cuerpos. Hacerse llamar “Nemo”, como hace Odiseo, es generar un cortocircuito en el funcionamiento metafísico del mecanismo nominal, según el cual todo nombre debe remitir necesariamente a una persona o cosa, no importa si es real o imaginaria. Nemo, en este caso, opera licuando, es decir volviendo líquido, el nombre Dakkar, del mismo modo que Οὖτις operaba volviendo invisible e inaprensible a Odiseo. Este procedimiento paradójico es lo que les permite, tanto al héroe homérico como al capitán del Nautilus, escapar del poder dominante. Tal maniobra evasiva es esencialmente política.

La persona que representa el nombre Dakkar está muerta: “y yo estoy muerto, señor profesor, ¡tan muerto como aquellos amigos suyos que descansan a seis pies bajo tierra!” (ibíd., p. 74). Por eso Nemo, a través de una fórmula ciertamente paradójica, puede certificar su propia muerte. Y es en efecto de su muerte “propia” de lo que habla. Nemo ha matado lo que en la muerte puede ser llamado “propio”, ha matado la forma personal de la muerte. El je suis mort del capitán Nemo reproduce así la fórmula esencial de la literatura contemporánea. Como un eco casi silencioso, las palabras del capitán Nemo repiten el I am dead del Sr. Valdemar de Edgar Allan Poe, así como el Je suis mort del Comte de Lautréamont o el Undead de Bram Stoker. El personaje de Julio Verne, como el yo lírico de la literatura contemporánea, y, en el límite, quizás de toda la literatura, está efectivamente muerto. Por ese motivo, el único nombre, en el margen del nombre, que puede tener un Yo muerto es Nemo. Nadie ha matado al príncipe Dakkar, a la persona que el nombre Dakkar designaba. Por ese motivo, también, el Nautilus, siendo el dispositivo que permite exceder el mundo terrestre de lo personal, se convierte, al final de L’île mystérieuse, en “el ataúd del capitán Nemo.” (cfr. 1875, p. 582).

Sólo cuando el sujeto pierde sus rasgos personales, es decir cuando se destituye de su identidad subjetiva, puede el pensamiento conquistar un estatuto eminentemente filosófico. En este sentido, Nadie, entendido como no-sujeto, como afuera del sujeto, es, paradójicamente –siendo la paradoja la forma misma de su estrategia subversiva– el único sujeto filosófico posible. Nadie, entonces, en su funcionamiento paradójico, en el ejercicio de esa imposibilidad que designa al mismo tiempo, como el personaje del capitán Nemo, un afuera del mundo humano, una inmersión en el espacio líquido de lo ultrahumano, nos permite adentrarnos en lo que desde siempre ha sido el sujeto evasivo y descentrado de la filosofía. Y así como Nemo designa el sujeto imposible del pensamiento filosófico, la forma paradójica del para-nombre, y ya no del pro-nombre, de la filosofía, así también el Nautilus designa la filosofía misma, es decir la máquina o el dispositivo que, dejándose arrastrar por las corrientes y los torbellinos del pensamiento, acercándose a veces a tierra firme, más afín a las islas que a los continentes, libera, en su recorrido delirante, en las intermitencias de su estela, nuevas posibilidades de vida, nuevos recorridos y estrategias, nuevas escrituras y nuevos usos. Este nuevo elemento, este nuevo medio en el que el aire de lo humano es reemplazado por el agua de lo posthumano, este “infinito viviente” al que nos invita a sumergirnos el capitán Nemo es justamente lo que llamamos filosofía. Aunque quizás lo filosófico, lo realmente filosófico sea simplemente la invitación, la inmersión; el resto, “ese inmenso desierto”, no es más que la vida… la filosofía, ese “vehículo de una sobrenatural y prodigiosa existencia”.

 

Notas

1 Sobre el concepto de “neutro” en Blanchot, cfr. Zarader, 2001, pp.163-176, 179-192, 255-261.

2 “Ahora bien, alrededor de 1290 un tal Radulfus escribió, al parecer en serio, un sermón sobre Nemo, cuyo conocimiento lograría el mundo afortunado recién ahora.” (Denifle, 1888, p. 331).

3 Cfr. Lehmann, P. (1922). Die Parodie im Mittelalter. Münich: Drei Masken Verlag, pp. 240-246. También cfr. Wattenbach, W. (1866). Historia Neminis. Anzeiger für Kunde der deutschen Vorzeit. Vol. 13, pp. 360-367, pp. 393-397; Vol 14 (1867), pp. 205-207, pp. 342-344. Importantes aportes en Bolte, J. (1888). Die Legende vom heiligen Niemand. Allemannia, 16, pp. 193-201.

4 Esta concepción embrionaria del ser como desposeimiento y nulidad aparecerá siglos después con un grado mucho mayor de desarrollo. El estudioso Alban Forcione, analizando la obra de Gil Vicente, define de la siguiente manera la conducta del cristiano genuino: “Aquí Gil Vicente explota la paradójica figura para señalar (…) que el verdadero cristiano debe reconocerse como Nadie para alcanzar la salvación.” (Forcione, 1985-86, Vol. 34, no. 2, p. 668).

5 “…la existencia de Nadie, después de todo, es corroborada por las mismas Escrituras…” (Doležalová, 2010, Vol. I, p. 90).

6 Estudios filológicos han demostrado que el ave con que suele representarse a la diosa Atenea (en su versión latina, Minerva) no es un búho o una lechuza (Tito alba), como se cree habitualmente, sino un mochuelo (Athene noctua). Para mayor precisión filológica, cfr. Rodríguez-Noriega Guillén, L. (2006). Intentando socavar una falsa creencia. La identidad del ave de Atenea. STVDIVM. Revista de Humanidades, 12, pp. 103-111.

7 Para una descripción y esclarecimiento de los múltiples símbolos que se encuentran en el dibujo de Brueghel, cfr. Calmann, 1960, pp. 87-93.

8 Como sabemos, la sentencia (en griego clásico γνῶθι σεαυτόν) figuraba en la entrada del templo de Apolo en Delfos. Si bien no se conoce su autor, la frase ha sido atribuida a diversos filósofos antiguos, desde Tales de Mileto a Heráclito, Pitágoras o Sócrates. Más allá de su origen, lo cierto es que representa uno de los hitos centrales de la filosofía griega e incluso, a partir de su traducción latina (nosce te ipsum), de la filosofía occidental en general.

9 Sobre las diferentes versiones del mito de Narciso, incluidas las de Pausanias y Ovidio, cfr. Graves, R. (1992). The greek myths. Londres: Penguin Books, pp. 236-238.

10 Esta concepción del Yo como éxtasis y desgarro de la identidad ha seguido funcionando, lo mismo que la figura de Nadie, a lo largo de la historia hasta nuestros días. Podemos observar algunos vestigios de esta interioridad primitiva, ya en el siglo XX, en la obra de Georges Bataille, en particular en su concepto de “experiencia interior”, el cual se presenta como un exceso; es decir, como una transgresión de la experiencia fenomenológica fundada en un Yo consciente (cogito) o en un cuerpo propio (corps propre). Sobre el concepto de experiencia interior, cfr. Bataille, 1978.

11 “Yo no soy para vosotros más que el capitán Nemo.” (Verne, 1871, p. 70).

12 “Nadie como modelo de desposeimiento del ser.” (Forcione, 1985-86, p. 667).

 
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Recibido: 25/02/13
Aceptado: 15/12/14
Publicado: 29/09/15

 

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